El viaje de Fígaro por Madrid. Cuando España estuvo a punto de prohibir a los franceses cruzar la frontera
En 1786 España estuvo a punto de prohibir a nuestros vecinos franceses poner un pie en nuestro territorio. La culpa la tuvo un escritor francés de medio pelo, Jean-Marie-Jérôme Fleuriot, autor de una obrilla titulada “Voyage de Figaro en Espagne”, publicada anónimamente un año antes en Sevilla, en la que hizo un peculiar retrato de nuestro país, singularmente Madrid por ser la sede de sus principales instituciones.
Carlos III escribió una queja formal al gobierno francés por esta publicación, amenazando el cierre de fronteras por considerarla “una sátira sangrante” del gobierno y las costumbres españolas. Esta reacción generó una gran polémica y el parlamento francés se vio obligado a emitir un decreto el 26 de febrero de 1786 condenando al libro, que no tenía autor ni editor conocidos (aunque sí se sabía perfectamente quién lo había escrito) a su quema “en la hoguera, al pie de la gran escalera del Palacio”.
No sabemos si esta dura reacción fue origen o consecuencia de la popularidad alcanzada por el Viaje de Fígaro por España, del que ya se habían hecho varias ediciones (la primera en Saint Maló, 1784), y traducciones al inglés, alemán, danés e italiano, aunque curiosamente ninguna al español. El Conde de Aranda editó una particular refutación también en idioma galo, definiéndose a sí mismo como “el verdadero Fígaro”; y el libro incendiado por decreto no se volvió a publicar en Sevilla hasta 1820 -el año de la libertad de prensa en España-, coincidiendo con el inicio del trienio liberal, muerto ya su autor en 1807, y naturalmente en francés.
Las hemerotecas son también testigos del éxito del seudónimo: la cabecera del periódico francés más longevo de tirada nacional sigue siendo Le Figaro, y en España esta misma cabecera -El Fígaro- la usaron dos periódicos diferentes, uno liberal entre 1879 y 1883, y otro ilustrado y monárquico, entre 1918 y 1920, sin contar dos periódicos satíricos, uno chileno y otro colombiano, de finales del XIX y un tercero español titulado solamente Fígaro. He encontrado además un número de prueba de unas curiosas Guías Fígaro para viajeros por Madrid en 1923, que dice imprimirse en la calle “Válgame Dios, 6”, con numerosa publicidad comercial, cuya autoría e historia posterior -si la hubo- desconozco.
¿Quién era Jean-Marie-Jérôme? Un curioso personaje, aventurero, miembro no destacado de la nobleza bretona (marqués de Langle), que optó de joven por ingresar en el cuerpo de los mosqueteros negros, exilado durante un par de años a Estados Unidos por el escándalo protagonizado por su obra sobre España (aunque oficialmente anónima) y que allí colaboró en la guerra de su independencia.
En la nota del editor del Voyage de Fígaro -tan anónimo como el autor y probablemente inglés- se dice de él: “Si la novedad puede aumentar el éxito de un libro, esperamos que sea así. Todo en él es nuevo: hechos, cosas, expresiones, pensamientos, manera de contarlos. El autor es joven, virgen dentro del género que trata (…) Aquí el desorden, el abandono, allá las ideas incoherentes, singulares hasta el escándalo. La incorrección es mérito”.
¿Y por qué Fleuriot usó el seudónimo de Fígaro? No sabemos sus razones, probablemente porque era un tipo culto, que conocía la obra de su compatriota Pierre-Augustin de Beaumarchais, ese sí… viajero real por España en 1764, además de relojero, especulador comercial, traficante de armas y creador de la trilogía de Fígaro, cuya primera obra dramática, “El barbero de Sevilla”, se estrenó en París en 1775 con gran éxito, plasmándose posteriormente en tres conocidas óperas: “El barbero de Sevilla” de Rossini, “Las bodas de Fígaro” de Mozart y “La madre culpable” de Milhaud, sin contar otra multitud de obras literarias y musicales inspiradas en una filosofía literaria subversiva para el momento, como era narrar la historia desde el punto de vista del sirviente.
.Digitalizada por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
No está documentado, pero es más que probable, que Fleuriot y Beaumarchais se conocieran, bien antes de usar el primero como seudónimo el personaje del segundo, bien después durante su estancia en EE.UU. Las casualidades no existen.
En una época en la que los derechos de autor no tenían el mismo significado que ahora (en mi opinión deberíamos volver a esa libertad, que tan buenos frutos dio a la cultura de los siglos XVIII y XIX, porque algunas copias son mejores que su original, valga el ejemplo de los Episodios Nacionales de Don Benito Pérez Galdós, que fusiló los libros de memorias de toda una generación con el resultado de una obra genial), el marqués de Langle usó la popularidad del personaje de Fígaro para dar a conocer su opinión sobre los españoles, a los que calificó de la siguiente manera: “El español, sobre todo el castellano, es desconfiado, silencioso, soñador, muy poco expansivo, celoso en demasía, aborrece las sociedades ruidosas, teme los conocimientos nuevos y a los extranjeros como al fuego”.
Pero su obra, dejando aparte el chauvinismo de un francés que nunca pisó España, contiene interesantes detalles sobre las costumbres y la realidad de la Corte española del momento. Por ejemplo, detalla las características del Palacio Nuevo, tal y como los madrileños conocían al Palacio Real inaugurado por Carlos III que, según Fígaro “parecía más un convento de monjes benedictinos que un palacio real”. Sus capítulos cortos, desordenados y con impresiones muy personales -aunque tomadas en préstamo de otros viajeros-, configuran una especie de Guía de Forasteros sobre Madrid, crítica pero también apreciativa, creadora de un género bajo cuya estela escribieron periodistas de la talla de Mariano José de Larra, que usó el seudónimo Fígaro en buena parte de sus artículos. Se trata de informar con la habilidad, ironía y perspicacia con que actuaba el barbero de Sevilla.
El éxito del Viaje de Fígaro, aparte de su estilo peculiar, se debió sin duda a sus anónimos editores, que reivindicaron la libertad de prensa en un momento en el que esa libertad no era nada barata. En la primera nota del editor se afirma: “Es éste el lugar apropiado para decir que la libertad de imprenta debe ser proporcional a la forma de gobierno. Un pueblo libre (…) puede decir todo, puede escribir todo, puede imprimir todo (…). Ocurre con el poder soberano como con los fondos bancarios: estos medios pasan constantemente del pueblo a los líderes, y de los líderes a la nación”. Añado: o así debería ser.
Algunos datos interesantes revelados por Fígaro en su viaje imaginario: en Madrid se disfruta del “mejor clima del mundo”, salvo en los días en que sopla el viento del Guadarrama. El francés describe poéticamente: “A veces, durante semanas enteras, embisten poderosas bestias, que refrescan el aire, talan los árboles, destrozan las ramas, dispersan las flores, arrancan los frutos; pero estos vientos del norte, en revancha, desgarran y barren las nubes, agrandan la perspectiva y hacen retroceder el horizonte, embellecen, aclaran e iluminan los días y hacen brillar el sol de Madrid con una claridad y luminosidad que no tiene el sol de Francia”. Precisamente por esa buena climatología, ya en los siglos XVIII y XIX, las gentes de Madrid salían con frecuencia a las calles -ya fuera de día o de noche- y en sus mercados se encontraba de todo: “durante todo el año, en Madrid se come y se encuentran en el mercado albaricoques, frambuesas, melocotones, cerezas, rabanitos, naranjas, ciruelas y guisantes”.
Entre los puntos positivos de Madrid, el francés destaca los cafés -Madrid es el lugar de la tierra donde se toma el mejor café-; la locura española –“hay muchos locos en Madrid; el amor, la religión y el calor del clima tornan las cabezas de los españoles”, pero “la locura de los españoles es una locura tranquila; de cientos de locos que viven silenciosos en sus casas, solo tres son locos furiosos”; el idioma -Me puedo equivocar pero aseguraría que el español es la más bella lengua que se habla sobre el globo”-; la cesta de la compra–“Los víveres no son muy caros aquí: cuatro personas pueden fácilmente alimentarse con siete francos por semana (dos veces menos que en Francia). El cordero fresco o salado, hervido con guisantes, zanahorias y cebolla, es la comida ordinaria del pueblo (burgueses y artesanos según una edición de 1796). Los pobres comen patatas”-; la duquesa de Alba que fue retratada por Goya-“no tiene un solo cabello que no inspire deseos”- y las aceras de Madrid –“Todas sus calles son largas, bien alineadas, y casi todas tienen aceras a ambos lados, pavimentadas con losas y prohibidas para vehículos y caballos (...) gracias a las aceras, nadie es atropellado”.
En la edición francesa de 1796, los editores encomendados por Fígaro para corregir la obra añaden una curiosidad sobre los muertos en España: “Los españoles no obedecen el prudente precepto de Moisés: velad vuestros muertos durante tres días. En Madrid, en Valladolid, en Salamanca… por poco que os durmáis largo tiempo, se os cree muertos y se os entierra”.
En el capítulo de lo negativo, Fígaro habla de impuestos: “Nada es más numeroso, más exorbitante, más desacertado que los impuestos que se pagan en España: nada más caro para el Rey, más costoso para el pueblo, que el modo en que se recaudan.”. Fígaro denuncia también la sisa de los administradores y la penuria de las finanzas, que “no son nuevas en España. Europa entera ha ralentizado, ha refrenado la bancarrota fraudulenta de Felipe II” cuyas consecuencias han hecho que “Fernando III y Fernando IV no pagaran jamás ni su casa, ni su ejército, ni a nadie; y que al final Felipe IV hiciera dinero con todo: hubiera vendido el agua, hubiera vendido el aire”. Lo que no describe el francés es la bancarrota de su propio monarca Luis XVI.
Pero quizá lo que más molestó a Carlos III fue el capítulo de las finanzas españolas. Allí se pone de manifiesto que el oro y la plata de las Américas que llega a España… “acaba en Francia, en Holanda, en Rusia, en Inglaterra, se cambia por brazaletes, anillos, mitones, collares, relojes, perfumes; y retorna a América para pagar las noches, adornar los rostros, perfumar los cabellos, orlar los cuellos, prender de las orejas, colorear las mejillas y los labios de las mulatas, criollas y cortesanas del Nuevo Mundo”.
Concluyo mi relato de este Viaje de Fígaro inventado por quien nunca estuvo en España y que tampoco creó el seudónimo bajo el que escribió, pero que -sin ninguna duda- dio en la diana con muchos de sus comentarios, con una cita ineludible en una guía de viajes por España que se precie de serlo: “Desde la una a las tres, las calles de Madrid están desiertas. Los comerciantes cierran sus tiendas, los artesanos dejan su obra y todo el mundo se va a acostar. Cuando hace bueno, el rey se acerca a la estufa junto a la mesa; cuando llueve se acuesta y duerme, rodeado de guardias que también duermen. Desde tiempo inmemorial, la siesta es así en España.”