Emilio Carrere: loco voluntario, bohemio y excéntrico escritor de Madrid
Si hubo un escritor madrileño tildado de loco con razón, ese fue Emilio Carrere: periodista, poeta, novelista extremadamente popular, dramaturgo sin demasiado éxito, cronista oficial de la Villa de Madrid… y hasta escritor de misterio y ciencia ficción, género al que pertenece su novelita “El Embajador de la Luna”, editada en 1925, con un argumento tan lunático como su protagonista, pues al diplomático selenita unos gitanos le roban su nave mientras se va a disfrutar de la noche madrileña. También se aproxima a este género su extraordinaria novela “La torre de los siete jorobados”, llevada al cine por Edgar Neville en 1944, publicada por primera vez por entregas –“folletones”- en el periódico “La Nación”, en 1918, apoyada en una novela corta del mismo Carrere, editada en “Los contemporáneos” dos años antes bajo el título de ”El Señor Catafalco”. Esta novela tiene su polémica, porque en una de sus ediciones colaboró como “negro” otro de los escritores singulares de Madrid, Jesús de Aragón, que entonces llevaba la contabilidad de la editorial Aguilar y luego ha sido conocido como “El Julio Verne Español”.
El mismo Carrere consideraba “La torre de los siete jorobados” la más “cinematografiable” de sus novelas, y así lo explica en una entrevista publicada en la revista “Cinegrama” en 1935: “Sería la primera película de terror, de misterio, de trucos pintorescos que se realizase en España. Entre policiaca y sobrenatural, con algo de humorismo y castizos escenarios madrileños de arriba y del subsuelo, porque la mitad transcurre en los subterráneos que existen en la Morería y en el viejo solar de la Casa del Pecado Mortal”. Abriendo un paréntesis, dicha casa estaba en la desaparecida calle del Rosal, actual Gran Vía. Fue hospital de madres solteras y una de las sedes de la Ronda del Pecado Mortal, que antaño recorría las calles de mala vida de la ciudad pidiendo limosna para las “arrepentidas” y pregonando: “Alma que estás en pecado/ si esta noche te murieras,/ piensa bien a donde fueras”.
La vinculación de Carrere con la demencia voluntaria merece una explicación. Es una de las pocas personas que han ingresado por su propio pie -y cabeza- en un manicomio, el del Dr. León en la Plaza Mariano de Cavia. Allí estuvo desde octubre de 1936 a mayo de 1937, con un diagnóstico de “psicosis de situación con manía persecutoria”. Pero el objetivo de su internamiento no fue cuidar su salud mental, sino evitar sumarse al elenco de gente común ajusticiada sumariamente por el bando republicano durante la Guerra Civil en Madrid; y eso que el escritor nunca se metió directamente en política y había colaborado en “Vida Socialista”, “El País” fundado por Antonio Catena Muñoz, y en “La Novela Roja”, pero para su desgracia también en “El Dominó Negro”, un semanario detectivesco, aunque contrario a Lerroux, y sobre todo en “Informaciones”, financiado por Juan March. El mismo Carrere escribiría después “Cuando me refugié en un manicomio empecé a resucitar; ved qué paradoja en aquella fosa común de las almas”. No fue el único camuflado en esa institución, donde coincidió con otros refugiados: un ganadero toledano, un comerciante de Quintanar de la Orden y un arquitecto. Y aunque algunos amigos suyos, como el periodista Juan Puyol le dieron por asesinado y llegaron a escribir su necrológica, el artificio no duró más de siete meses, tras los cuales Carrere buscó escondrijo en el piso de unos viejos amigos en la cercana calle Menéndez Pelayo hasta que acabó la guerra en 1939.
Pero además de su ingreso ficticio en un psiquiátrico, a Carrere le han llamado loco por algunos de sus escritos, en los que parece burlarse del lector inventando personajes extravagantes y tramas imposibles. Probablemente sus novelas eran tan populares por sus notas de humor y sus contradicciones, alimentadas por las suyas personales. Ambientadas en espacios reconocibles para sus lectores, del Madrid bohemio, pero con argumentos inverosímiles y misteriosos. Por ello, aunque generalmente se le ha clasificado en la generación bohemia y modernista de Ramón del Valle Inclán, Ramón Gómez de la Serna o Rubén Darío, también se le considera expresionista y precursor de la novela gótica.
Carrere nació en 1881 en el barrio de las Letras, donde la calle del León se ensancha en la plazuela de Matute, llamada por los castizos “La Merecida” porque merece ser plaza, pero no lo es. No podía haber nacido en lugar más apropiado. Matute significa trapicheo o estraperlo, y en ese ámbito se movió en muchas ocasiones el escritor. Hombre de tertulia de café, noctámbulo empedernido y contradictoriamente abstemio, aficionado al juego y al billar, conocedor del Madrid más profundo y hampón, pero también del más altivo y cultivado, bien podría haber sido el personaje de alguna de sus novelas.
Sin embargo fue, ante todo, un escritor de Madrid, ciudad de la que apenas salió y en la que encuadra la mayor parte de su obra. También fue un autor prolífico hasta el punto de copiarse a sí mismo en multitud de ocasiones. Así se ganó los apodos de “rey del refrito” y “cronista de media tostada”, que no debían hacer mella en su espíritu, pues en toda su vida no dejó de editar obras suyas en diferentes versiones, llegando a publicar una misma novela con distinto título en la misma colección o diferentes novelas bajo el mismo título en varias colecciones. De ello da buena cuenta el catálogo de María José Gutiérrez Barajas, titulado “Dificultades y reediciones”, en el que esta investigadora intenta desentrañar las distintas versiones de las novelas de Carrere. Compleja tarea, pues su firma se estampó en la mayor parte de las colecciones de su tiempo, desde “La Novela Corta” (publicó 21 títulos), “La Novela de Hoy” (28), “Los Novelistas” (13), “Los Contemporáneos” (13) y “El Cuento Semanal” (10) que llegó a dirigir durante seis meses; hasta alguna incursión en “La Novela de Noche”, de corte erótico-festiva.
Hay literatos que escriben con la intención de pasar a la historia y otros que pretenden vivir de lo que escriben, oficio mucho más complejo que el anterior. Se podría decir, tomando prestada la expresión del profesor Rubén Íñiguez Pérez, que Carrere fue “un escritor de subsistencia”, pues escribía para vivir en el presente… comer y fumar en pipa , dejando a la consideración de sus lectores si habría de sobrevivir en el futuro. Se dice que, cuando era criticado por publicar varias veces algo ya firmado antes, contestaba impasible que “si un autor acéfalo de cuplés los cobra tantas veces como se cantan; y nosotros, cuando publicamos nos hemos de atener a una sola y única liquidación, deberíamos cobrar derechos de autor siempre que alguien leyese una poesía, una novelita o un artículo nuestro”.
En su partida de nacimiento solo figura el apellido de su madre, Eloísa Carrere, soltera de 29 años, que murió al mes de dar a luz. El padre, Senén Canido Pardo, un prestigioso Magistrado que llegó a ser Presidente del Tribunal Supremo y del Tribunal de Cuentas, diputado y senador, se desentendió de su hijo natural hasta que murió su abuela Manolita. Sólo entonces le apoyó para aprobar las oposiciones al Tribunal de Cuentas en la calle Fuencarral y hacerse funcionario, profesión que no cuadraba para nada con el personaje, que presumía de rebelde e impuntual. Él mismo cuenta una anécdota, no sabemos si inventada o real: que un día le llamó su jefe a su despacho para decirle: “Mire usted, con esa manía de retrasarse, va a llegar un momento en el que se presentará usted todos los días al día siguiente”, y el mismo superior le preguntó si había terminado un balance, a lo que Carrere respondió: “Sí señor, lo he hecho 5 veces. Aquí tiene si quiere los 5 resultados”.
Tampoco le cuadraba la vida de casado que por aquel entonces emprendió, y a pesar de ello tuvo cinco hijos, a quienes dedicó un poema que concluía así: “perdonadme, hijos míos, si os traje a esta podrida/vieja bola del Mundo, por mi propio placer./ Vosotros presentíais la angustia de la vida,/ y por eso llorabais al nacer.” Poca más ayuda recibió Emilio de su padre, que no le reconoció hasta su testamento, en 1929, en el que le legó una importante suma de dinero.
El dinero nunca fue un problema vital para Emilio Carrere, pero tampoco le duraba mucho en los bolsillos. Viviendo en “El reino de la calderilla”-nombre que le dio a España en una de sus novelas- él mismo era un digno español, pues cuando tenía dinero se lo gastaba. El trabajo de funcionario se le acabó en 1923 al cesar Primo de Rivera a todos los empleados públicos. Su herencia la invirtió en un piso en Pintor Rosales, la zona más cara de Madrid, que la guerra se ocupó de destruir.
Y como vivió, murió… en la madrugada del 30 de abril de 1947, en su domicilio, entonces en la madrileña y literaria “Casa de las Flores”. Ramón Gómez de la Serna decía de él que era el poeta “que más asiduamente ha vivido en el arroyo y ha entrado embarrado en los cafés y las tabernas, clarividente, lunático, sin necesidad de emborracharse ni de pedir a nadie nada”, y el modernista Ortiz de Pinedo escribió en “El Imparcial" que Emilio Carrere era un bohemio que había cometido “el error de nacer en la época de lo contencioso-administrativo y otras zarandajas”. Pero el que mejor definió a Carrere fue él mismo: “Mi bohemia nunca ha sido la del andrajo y de la pipa… Es una forma espiritual de aristocracia, de protesta contra la ramplonería estatuida”.