Una Navidad en Vietnam
Llegué a la ciudad de Ho Chi Minh, movido por el deseo de visitar los túneles de Cu Chi, donde se libró una batalla encarnizada desde 1964 hasta 1975 con el ejército norteamericano.
Había llegado a Ho Chi Minh, antiguamente Saigón, la ciudad más poblada de Vietnam. Me hospedé en Bui Bien, la calle principal, donde se ubicaban los albergues para mochileros. Ahí me topé con una aglomeración intrincada de calles con carteles luminosos por todas partes y pequeños bares con sillitas afuera para tomar cerveza, que tanto me gustaban. El tráfico era pesado, la vida frenética; las motos circulaban en cualquier dirección, incluso por los andenes, donde era necesario estar atento para esquivarlas. Las noches en Bui Bien carecían de un ambiente local. Era un lugar de encuentro informal, en el que todos los mochileros, de distintas partes del mundo, se reunían amigablemente para tomar cerveza y hablar de sus viajes. Me notaba como pez en el agua.
Un día, mientras jugaba billar en un bar, la atmósfera me saturó y sentí la necesidad de darme un aire, dejé así la polución y el horroroso tráfico de Ho Chi Minh y busqué descansar unos días en un poblado de la costa de Muine, al Este. Al llegar, alquilé un scooter y bordeé toda la costanera fuera del núcleo del pueblo. Apreciaba la brisa del mar nuevamente. Todo era diferente a la vida de ciudad. En el pueblo, las personas vivían de la pesca, que hacían con unas cestas redondas, fabricadas con hojas de palmera. Cientos de estas cestas de color azul, verde, amarillo, inundaban el mar. Las mujeres se encargaban de seleccionar los moluscos, secar los pescados en tierra y tejer las redes encima del nácar; mientras tanto vendían mariscos y pescado fresco.
Permanecí allí unos días, disfrutando de la vida costera. Luego compré un ticket en bus-cama para viajar hasta mi próximo destino. Viajé toda la noche y en la mañana llegué a Hoy An, una antigua ciudad y destacado puerto comercial entre los siglos xv y xix. Sus calles y casas de piedra tenían una influencia extranjera, principalmente vietnamita, francesa, japonesa, como se puede ver en la antigua casa de Phung Hung, no muy lejos del Puente de piedra japonés, sostenida esta por ochenta columnas de madera que reposan sobre una base de mármol en forma de flores de loto. La noche gozaba de un encanto especial, pues las calles lucían lámparas colgadas y farolillos de todos los colores. Las casas junto al río se iluminaban con linternas y en sus puertas se podía ver pequeños altares de buda con ofrendas de arroz y billetes falsos. El olor a incienso recorría las calles y las casas de té invitaban a entrar y relajarse. A diferencia del estrés de Ho Chi Minh, Hoy An era una pequeña ciudad que, a pesar del turismo, mantenía un encanto especial, un cierto bienestar que podía sentir al pasear por sus calles donde proliferaban los negocios de trajes y vestidos a medida para viajeros.
Me gustaba sentarme a ver pasar a las mujeres vietnamitas de tez fina y ojos rasgados, montando en bicicleta con su sombrero cónico; generalmente lucían una negra y larga melena que llegaba hasta debajo de la cintura y eran de piernas delgadas, que resaltaban al pedalear con sus vestidos de seda, cayendo sutilmente al vuelo por detrás del sillín y acentuando la gracia de sus fugaces presencias. También me gustaba visitar galerías de arte y detenerme a comer wonton frito, rollitos rellenos de gamba, cerdo, cebolla, verduras y especias mientras observaba las enmohecidas y amarillentas fachadas de algunas casas.
Durante mi estadía en Hoi An llegó la Nochebuena, los pobladores naturales de la ciudad salían a seducir a los turistas con símbolos occidentales y todo tipo de adornos navideños. Los niños, hijos de comerciantes, vestían de Papá Noel para complacernos y vendían gorros, guirnaldas y barquitos de papel que llevaban una velita. Muchas personas se acercaban al río. Se trataba de pedir un deseo y luego dejarlo ir en el agua con la ilusión de que se cumpliera. Fue un bello momento.
El día de Navidad partí camino a Hue. Ahí pasé la noche y al día siguiente continué mi viaje hacia el norte rumbo a Hanói, capital de Vietnam. Los autobuses tenían literas dobles que se disponían en tres filas. A primera vista parecían muy bonitos y cómodos, pero tenían medidas reducidas, hechas para vietnamitas. Viajaba recostado, con las piernas comprimidas, mirando el techo y soportando los continuos baches. El chofer conducía temerariamente tocando el claxon a cada vehículo que encontraba a su paso. Fue un trayecto molesto, pero, finalmente, llegamos, en la mañana, a las puertas de mi nuevo hospedaje.
Salí a explorar Hanói. No pude evitar quedar atrapado por el movimiento de esta congestionada y alborotada ciudad. Todo era llamativo.
En el centro mismo de la ciudad una estupa de once niveles preside la pagoda Tran Quoc, junto al lago Tay o lago occidental, y a su alrededor giraba la vida. Recorrí una avenida con casas de estilo francés y en la noche vi numerosas figuras de dragones y dibujos sobre los jardines para conmemorar el año nuevo. Era en el callejón del mercado de Dong Xuan, en el casco antiguo, donde me deleitaba con platos como el Bun cha, un plato que contiene carne de cerdo asado, fideos de arroz y variedad de hierbas o verduras en escabeche.
Atravesar uno de los cruces principales de la ciudad de Hanói era una odisea. Lo intenté, antes de avanzar me santigüé, pues tenía que caminar sin detenerme, ni mirar atrás. Miles de motos circulaban esquivándome. Si me paraba en medio de la carretera podía crear confusión y me atropellarían. Debía pasar confiado, movía las manos con miedo haciendo señales para que aminorasen la velocidad y pensaba que nunca llegaría vivo a la otra esquina. Debí tener valor para atravesar aquel cruce, pero significó toda una experiencia.
Los vietnamitas pasaban la mayoría del día encima de su moto. Cubrían sus narices y boca con mascarillas para protegerse de la polución, usaban gafas y llevaban mangas largas para protegerse del sol. No había reglas de tránsito. Era común ver motos con familias de cuatro o cinco personas, cargadas con bidones de agua, cajas de cerveza, largos tubos que sobresalían y arrastraban por la carretera, mascotas en cestas y niños de pie apoyados en el manillar. Se utilizaban como heladerías, puestos de venta de escobas, comida, fruta y pescado seco, tiendas de música, de snacks, cigarros, mecheros, pañuelos, y todo tipo de mercancías y suministros. Era inimaginable la variedad de puestos ambulantes que se podían ver.
“Mil gracias, queridos lectores”
Feliz Navidad, felices fiestas, y feliz Año Nuevo 2026.