Plano Secuencia

Cortes

El pasado jueves me cortaron. El pelo. A las diez. «Estefanía Fariña». ¿Buzz cut? ¿Crop francés? ¿Fade clásico? ¿Pompadour moderno? ¿Texturizado con flequillo? Me quedé pasmado ante Paqui con la variedad de estilos. En fin… Ni corto… ni perezoso, una respuesta directa, rápida, sin tintes. «Lo tradicional. Tijera. Atención a nunca y patillas. Cuidado detrás de las orejas. Un poco de champú para empezar. Y lavado, por último. Y nada de complemento ni suavizante, por favor». «¿Y qué tal la semana?».

Dedicarse a las faenas de corte… y confección capilar debe ser subvencionado con una permanente acción reguladora por parte del Ministerio de Asuntos Sociales, Consumo y Agenda 2030. En serio. Lo escribo en serio. Sin ironía, sin rizos retóricos. Bien de sobra se conocen las labores de terapia social de los profesionales de la peluquería. Actuar, pues, como se hace con los viajes del Imserso, ese saludable programa del Instituto de Mayores y Servicios Sociales. Y, por pedir, igual complemento económico a sacerdotes, confesando, recomendando. «- Pero… Pero, mujer, eso no tiene importancia ninguna. Nada. ¡Que no seáis ñoñas!», escuchamos al padre Álvarez en La Tía Tula (Miguel Picazo, 1964). Y puestos a continuar siendo rumbosos en los presupuestos estatales, lo mismito destinado al camarero de barra fiel y generoso lingotazo, según el grado del problema, claro. «Scully, ¿cómo va la película? / - Bien. Bien. / - Bien. / - Dame un Jack Daniel’s. Solo. / - ¿En serio Scully? Lo dejaste. ¿Lo olvidas? / - Solo hazlo, Bob. / - ¿Qué te pasa? ¿Cortaron tu mejor escena? / - ¿Otro? / - ¿Carol?», se pregunta en Doble cuerpo (Brian de Palma, 1984). Y, por consiguiente, también, para Paqui. Para Paqui una partida extra en su salario. A ella, sí, que sabe dar aclarado a las peticiones de los clientes, pero sin cargar las tintas en la curiosidad, ni dar superficiales mechas en sus comentarios. «- Si yo te contara, Pedro. Aquí se oyen historias alegres, pero hay personas que no se cortan en desahogarse con sus situaciones tristes, muy tristes». Y me detengo en estos asuntos, hoy, porque desde hace tiempo me intereso por las derrotas sentimentales… y necesito una sabiduría que no encuentro en el cine ni tampoco en los libros. … Y más me obsesiono frente a los desencantos vitales del mundo literario; fracasos para los que procuro imaginar una respuesta. Y es que en esos vencimientos privados me gustaría un alternativo desenlace, una esperanzadora segunda parte, no un acabado sin cierre. Sí, algo parecido a como Azorín desarrolla «Las nubes», texto en el que Melibea y Calixto no han muerto. Y no… no al estilo de Últimas tardes con Teresa (Juan Marsé, 1966), tras cuyo final, leído releído y requeteleído, quiero acompañar a Manolo Reyes… y saber qué hará, serle un apoyo en forma de invencible albatros (y perdona que te copie, Charles). Estar junto a él en los espacios de sus emociones más que en el mundo de su inteligencia, mostrarme cómplice en sus tierras de amor más que solidario en las zonas de los deseos que busca su Teresa. Por eso, me incomodan las terminaciones infelices para las que no se ofrecen remedio. ¡Ni tiritas ante sombras que aún sangran! Por ejemplo, hay una trágica conclusión que siempre me turba: la muerte en vida de la Regenta (Leopoldo Alas, Clarín, 1884-1885): una segunda mitad del siglo XIX, una capital provinciana, una joven casada, un amor filial a un esposo, un amor fraternal hacia un clérigo, un amor corporal para un donjuán, un marido que fallece por duelo de honor, la huida de un libertino, la sinrazón de un cura por el desmoronamiento de su poder espiritual hacia la pupila Anita y, por último, una cruel derrota. Y abiertamente se lo digo a ustedes, para este caso que me sirve de pequeña pavorosa muestra desconozco qué porvenir hay. ¿Asumir una existencia oscura, por más que a la joven puedan pedirle que no deje de buscar resplandor? «Isabel, tiene que vivir. Tiene que vivir, Isabel. Tiene que vivir. Tiene que vivir, Isabel», nos emociona Federico en Calle Mayor (Juan Antonio Bardem, 1956). ¿Atarse el resto de los años con un luminoso instante? «Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida», leemos en «Los muertos» (James Joyce, 1914). ¿Ser una especie de apatura ilia, esa mariposa capaz de cambiar de color según el espacio, la luz y la orientación? ¿Tajar por lo sano… y recomenzar muy lejos una existencia, como va a hacer la joven Barny en León Morin, sacerdote (Jean-Pierre Melville, 1961)? ¡Pues que se lo digan a Nat en Un amor (Sara Mesa, 2020), que decidiendo residir en el pequeño pueblo de La Escapa no halla facilidades para limpiar su vida... ni con jabón de sosa! Ciertamente, estoy perdido. ¿Qué escribir a Ana Ozores? ¿Pensar en Dos hombres y un destino (George Roy Hill, 1969) y, así, hacerla saber la famosa sentencia de Butch Cassidy («Si quieres ser feliz, no debes analizar, ni tampoco profundizar»)? ¡Pero si hasta Steiner en La dolce vita (Federico Fellini, 1960), con su enorme intelectualidad, ignora la salida de los laberintos íntimos! «Marcelo, yo tan solo puedo ser tu amigo, y me resulta imposible aconsejarte». A estas alturas, creo que esperaré a que Paqui me vuelva a cortar el pelo; hablaré con ella, entonces.