Construir destruyendo en poesía
Todo proceso creador habita en el ámbito de lo disconforme, cuya transgresión busca saltar por encima del límite de la diferencia para afirmar lo ilimitado. Es lo que sucedió en lo moderno con la revolución surrealista, cuyo objetivo fue reintroducir la poesía en la vida, y poco después, con las vanguardias, cuyos códigos de ruptura, cada vez más intensos, fracturan el discurso mediante el juego dialéctico de la contradicción y la totalidad. De ello hablan la música atonal, el cine, y, en no menor medida, la poesía, marcados por la experiencia de la discontinuidad, propia de los géneros breves, portadores de un cambio de sensibilidad, como ocurre con la presencia del haiku en la estética de Weber o, entre nosotros, con la greguería de Gómez de la Serna, e introductores de la forma separada del fragmento en la escritura, que en cada momento tiende a reconstruir la totalidad de la que forma parte y a sugerir aquello que no se dice (“Las palabras saben de nosotros lo que nosotros ignoramos de ellas”, dice René Char en Mafeuille vineuse). Lo que se destruye, aquello que se borra, pone en juego el lenguaje mismo, y lo realiza en la ausencia, haciendo de lo que falta la forma de toda posibilidad. Cuando André Breton habla del escritor como aquel que debe confiar “en el carácter inagotable del murmullo”, en realidad, se está refiriendo a la potencialidad del lenguaje poético, que, con su capacidad de reconciliación y de síntesis, tiende a anular la distancia entre lo familiar y lo extraño, a ver lo discontinuo en función de lo unitario.
El artista de la modernidad es un ser anónimo, despersonalizado bajo la niebla del caos cotidiano de las grandes ciudades, cuya imperfección le llevará a utilizar la magia poética como medio de restablecer la relación original con la unidad cósmica, en donde todas las sensaciones “se corresponden”. Si algo revela el soneto de las “Correspondencias”, de Las flores del mal (1857), obra nacida al abrigo de la crisis finisecular, es un deseo de espiritualizar el mundo a partir de la analogía de los recuerdos perdidos (“Le Printemps adorable a perdu son odeur!”, leemos en el poema “Le goût du néant”), cuyo aroma busca consolarnos del paso del tiempo. Y para encontrar el camino de los paraísos entrevistos, es necesario sumergirse en el fondo del abismo (“Arrojarse hasta el fondo del abismo ignorado”), donde el contacto con las potencias oscuras, no sometidas a la razón, permite al poeta superar todo dualismo y recuperar la unidad originaria. De ahí que esa llamada surgida de lo profundo, resultado de una prolongada destrucción, tienda a encontrar de nuevo “el estado natural”, aquel en el que el hombre no es distinto de las cosas y donde la voz se nutre del alma del mundo.
Dentro del estilo llamado impropiamente decadente, pues aparece como el punto extremo de la madurez en el arte, la palabra poética trata de armonizar lo sombrío y lo luminoso, lo angélico y lo satánico. Y si en el poema “Himno a la belleza”, el poeta habla de lo bello como apertura a lo infinito, mediante la identificación de la conjunción disyuntiva (“¿sales de la sima negra o desciendes de los astros?”), ello se debe a que lo demoníaco, al revestirse con la forma misteriosa de la creación poética (“comme un air impalpable”), hace de la destrucción una apertura (“des blessures ouvertes”), el estallido de algo nuevo, según revela el último verso del poema. Todo se dirige a ese verso final que lo colma de sentido (“Et l’appareil sanglant de la Destruction!”), en donde la marca subjetiva de la exclamación sirve para subrayar la actitud subjetiva del hablante, su clamor por lo ideal en medio del tedio de la vida (“Des plaines de l’Ennui, profondes et désertes”). La asociación de los “vestidos manchados” y las “heridas abiertas” recuerda la sangre del sacrificio y con ella el principio de la generación. Para el poeta de Las flores del mal, la poesía, en su aspiración hacia una belleza superior, está siempre en riesgo de destruirse para poner en cada palabra algo de lo sagrado.
Desde el simbolismo francés, la destrucción se ha instalado en la escritura, tanto por el desorden de las normas tipográficas, según vemos en el Coup de dés y los Caligramas, como por el intento de dar al discurso una forma discontinua, cuyo inacabamiento no sólo va en contra del desarrollo orgánico del sistema, según ponen de manifiesto el aforismo y el fragmento, sino que, además, en la posición particular del poeta, que no deja de entregarse a un trabajo solitario, la acción de escribir le lleva a instalarse en el rechazo de lo anterior, a desaparecer en el lenguaje, pues en la desaparición hay siempre un intento de abrir vías nuevas. Desaparece el yo para que hable la voz del universo, dotada de sentido cósmico, en la que el mundo se capta como una palpitación única, como el resonar de un mismo ritmo. Este sentimiento poético de la realidad es el que se percibe en los poemas de La destrucción o el amor (1932-1933), de Vicente Aleixandre, donde la experiencia poética tiene su fundamento en la atracción por lo oculto, donde se funden los opuestos y la visión y la voz forman un todo inseparable. Con esa voz que viene de lo oscuro, en la que coinciden fin y comienzo, muerte y resurrección, se forma el poema “Unidad en ella”, sin duda uno de los mejores del libro, que revela la destrucción de la pareja para llegar a constituir un solo cuerpo, símbolo de la unidad del mundo, bajo la certeza de que morir es nacer a la vida verdadera.
El cuerpo de la mujer, expresión de la alteridad, funciona aquí como acogida de la palabra poética, que se distingue por su enorme poder de encarnación. Visto así el poema desde el dominio de la intimidad, desde el cuerpo de la mujer como condición del recogimiento, los distintos recursos expresivos, como el valor cualitativo de los adjetivos antepuestos (“graciosos pájaros”, “indescifrable llamada”, “caliente aliento”, “purpúrea vida”, “hondo clamor”, “bellos miembros”, “hermosos límites”, “lenta espina”, “crujiente pelo”); la disyunción identificadora (“diamante o rubí duro”, “amor o la muerte”, “luz o espada mortal”), que responde a una visión unitaria del mundo; las formas apelativas del vocativo (“Cuerpo feliz”), y del imperativo (“deja que mire”), que ponen de manifiesto una experiencia compartida; y el símbolo del fuego (“porque quiero vivir en el fuego”), revelador de la transformación amorosa, al que se unen otros símbolos no menos importantes, como “el diamante”, “el beso”, “el mar” y “el ala”, que sitúan la experiencia amorosa en un contexto poético, se articulan todos ellos en la unidad del poema, para hacer que el cuerpo del amor se haga encarnación del mundo y resulte indestructible (“pero que nunca podrá destruir la unidad de este mundo”). En realidad, todo discurre hacia ese lapidario verso final, que por sí mismo concentra el sentido del poema, puesto que el cuerpo del amor que ha pasado por la muerte, como el de la palabra misma, que se destruye para volver a crear, se hace imagen de lo trascendente, de aquello que, por estar más allá, se vislumbra como posibilidad de exploración interior. En tanto que ritmo del cosmos, el cuerpo del amor habla de lo que es abierto e infinito, de un sentir que no deja de ser tacto, llama o desnudez que nos reconcilia con la totalidad originaria.
En toda escritura, y más en la poética, hay que tener una actitud de disponibilidad, dejar que los libros de poesía, que deben madurar lentamente, hablen en uno y se expongan a lo que el poema quiera decirnos. Sólo podemos aceptar el poema como objeto irradiante si acudimos a él sin una teoría previa, que con frecuencia condiciona su interpretación, sin interferir entre el poema y el lector, para que el sentido fluya libremente. Y si la relación del poeta con su momento histórico pasa por el intercambio entre lo antiguo y lo nuevo, al gesto gastado y comprometido de la propaganda política acompaña el relevo de un lenguaje estereotipado, que desde su misma cristalización propone hablar de lo que la ideología oculta. Tal interrogación dinámica de liberación es lo que muestran los libros finales de Pablo Neruda, algunos de ellos publicados póstumamente, como Jardín de invierno, Libro de las preguntas, Defectos escogidos y El mar y las campanas, en los que la memoria de lo vivido coincide con la proximidad de la muerte, que contiene en potencia toda la vida. De ello se hace eco el poema XXXVI del segundo libro citado, donde la asunción de la muerte como gran verdad de la vida permite superar la dialéctica entre lo discontinuo y lo continuo, entre lo fugaz y lo eterno.
Lo propio de la pregunta es su incursión en lo desconocido, porque con ella nos deslizamos de lo habitual a lo insólito. Si, además, la interrogación que enmarca el poema tiene un carácter retórico, donde la respuesta va incluida en la pregunta, comprendemos que, para el poeta chileno, la muerte debe ir acompañada de la resurrección, según revelan las imágenes de la muerte como “una cocina interminable”, la búsqueda de los “huesos disgregados” de su antigua “forma”, la fusión de la “destrucción” en “otra voz y en otra luz”, y la transformación de los “gusanos” en “mariposas”, experiencias todas ellas que hacen de la muerte algo inacabado, una distancia que la palabra pretende conjurar. La inclinación del poeta por la pregunta le permite pasar de un mundo a otro, remontarse desde la muerte a la resurrección, metamorfosis de la que participa la palabra.
A cada época le corresponde un determinado estilo, el cual lleva aparejado una nueva forma de pensar, de sentir y hasta de conducirse. Si para el romanticismo el arte fue una exaltación de lo sublime y para el surrealismo un revulsivo (“La belleza será convulsa o no será”, exclama Breton), la cultura posterior a la segunda guerra mundial surge de los rescoldos, de las huellas de lo que había quedado, y es una cultura del borrón y cuenta nueva, cuyo mejor ejemplo tal vez sea la generación alemana del nulk punt o punto cero, donde el poeta ha quedado a la intemperie y se refugia en lo gremial, en lo que se ha venido llamando “las palabras de la tribu”, cuyas voces intentan regular el fuego, olvidando que el poeta, “pájaro solitario”, rara vez se conducirá en tropel. Y de ahí se ha pasado a la cultura homogénea de la globalización, cuya estrategia uniformadora se caracteriza por su capacidad de apropiarse de todo, de reducirlo todo a la insignificancia de lo ya existente, donde la representación ha suplantado a la creación. De ahí que el poeta actual, que vive el tiempo de la manipulación, se rebele contra lo servil y se muestre como un superviviente, como alguien que, tomando distancia crítica respecto a lo vivido, intenta extraer luz de lo oscuro. Así he tratado de expresarlo en el poema “El superviviente”, de mi libro Fondo en fulgor (2019), en donde hay una defensa de la memoria frente al olvido de la muerte, que es lo que busca la palabra poética.
El poeta debe esforzarse para que nada parezca forzado en el poema, para que se de un delicado ajuste entre el sonido y el sentido. Lo que sobrevive de un tiempo oscuro, marcado por la incertidumbre y el desasosiego, es la fuerza inigualable de la palabra poética para abrirse paso entre los marginados y los muertos, para que la vida recobre todo su sentido bajo los despojos de la historia, ya que, como ha señalado Hannah Arendt, “aún en los tiempos más oscuros tenemos el derecho a esperar una cierta iluminación”. La lección que nos dejan los versos finales del poema, subrayados mediante la marca subjetiva de la exclamación, es que esa atención a lo minúsculo, a la memoria de los vencidos, sólo puede perdurar en la luz de la palabra (“fuego que no muere”), que sirve para liberar a las víctimas del sometimiento y la humillación, para recuperar la confianza en la vida, aquella gloria y dolor del recuerdo, que la muerte les había arrebatado. La poesía se muestra así como el medio de salvar un mundo arrasado y condenado al olvido, el latido del corazón que vibra bajo las cenizas.
La acción de recordar vive del pasado, pero se ejerce en el presente, apostando por la desaparición para ir más lejos y guardar el secreto en la escritura, de ahí que la destrucción vaya ligada a la supervivencia. Al ocupar una posición entre la memoria y el olvido, la figura del superviviente, vista desde el punto de vista poético, resulta necesaria para poder alcanzar esa “zona gris” de lo indeterminado, donde la escritura empieza a formarse. En ella se genera un re-encuentro entre lo singular y lo universal, que no impone unos valores previos, sino que permite que el impulso entrañable de los sentimientos fluya con total libertad. Por mucho que forme parte de una tendencia o corriente, el poeta es el primero en ser alguien distinto y su lenguaje hace saltar los fundamentos de las instituciones fosilizadas (“Contra la ruina del mundo sólo hay una defensa: el acto creador”, escribe Kenneth Rexroth), de modo que la rebeldía de la creación se convierte en un medio indispensable para transformar la realidad en la que vive y a la que detesta. Gracias al temblor que han dejado los rescoldos todavía calientes, la palabra, mientras le quede un mínimo de aliento, tiene que volver a nacer, ya que “vivir es ir muriendo” para regresar al fuego inicial, como quería Heráclito, donde todo se destruye para renacer. Con su poder transformador, cada poema, transitando del fuego a la ceniza, del nacimiento a la extinción, se convierte en objeto ritual del sacrificio, en el que todo se dispersa y se reúne para no volver a morir. Por eso, a partir de cada poema, donde la oscuridad va seguida de la iluminación, el lector puede construir el suyo, participando de la dialéctica entre destrucción y creación, de cuyo juego nace la expresión poética.