Poéticas de la inteligencia

Xavier Villaurrutia: el pliegue de la soledad

La poesía de Xavier Villaurrutia se acrecienta como una arquitectura del abismo: una casa sin paredes, un cuerpo suspendido en el umbral del deseo y la muerte. En sus versos, el lenguaje no es un vehículo, sino un laberinto deliberado, donde la claridad se extravía a propósito y la oscuridad se vuelve forma, estructura, materia. 

Como apuntaba Octavio Paz, Villaurrutia es un poeta del instante, pero no del instante luminoso, sino del instante que tiembla entre dos negaciones, entre dos silencios. El instante del “entre”.

En el poema Deseo, esa tensión cobra carne:
“Amarte por la soledad, si en ella me dejas.
Amarte por la ira en que mi razón enciendes.”


No se trata de un amor que se consuma o se planifica, sino de uno que se sostiene en la ausencia, en la imposibilidad, en la contradicción. La soledad aquí no tiene paredes; es decir, ha perdido no sólo los límites físicos, sino también los límites temporales que resguardaban la identidad del sujeto. El yo se abre, se desgarra, no ante el mundo sino ante el tiempo. Se vuelve modal: un "podría ser", un "quizá", un "si me dejas".

Esta forma de seducir, por zozobra o incertidumbre, es también una manera de expresión. La poética de Villaurrutia no transforma los elementos, no convierte el ímpetu en calma ni el sufrimiento en deleite. En cambio, se detiene en el proceso mismo de esa trasmutación, en la grieta donde ambos polos coexisten y se anulan. Su mirada no captura el resultado, sino el tránsito: “el instante paradójico en que la nieve comienza a obscurecerse pero sin ser sombra todavía”.

En este sentido, su poesía habita el “entre”, ese territorio sin topografía fija, donde ni el espacio ni el tiempo se afirman, sino que titilan. Es el pliegue que al desdoblarse no revela una esencia sino una contradicción, como si el alma misma fuera un espejo que nunca refleja un solo rostro. No hay certezas en Villaurrutia, sino zonas móviles, ambigüedades sintácticas que desarticulan la aparente rigidez de sus estructuras métricas.

Y es que, si bien su poesía ha sido reconocida por su construcción rigurosa, casi arquitectónica, esa solidez formal no excluye la fractura, el quiebre, el deslizamiento. Como en un edificio cuya geometría perfecta aloja pasadizos secretos, su verso se pliega sobre sí mismo para revelar la dualidad de cada experiencia humana: amor y abandono, deseo y miedo, vida y muerte.

El “entre” no está aquí ni ahora, pero en la obra de Xavier Villaurrutia palpita como un parpadeo de la conciencia. Su reino no es el de los significados cerrados, sino el de las antinomias abiertas. Leer a Villaurrutia es entrar en una dimensión donde toda afirmación se desdice y cada imagen guarda su propia negación. Es, en última instancia, dejarse habitar por una soledad sin muros, por un fuego que arde duro y frío.