Poéticas de la inteligencia

Walt Whitman: La poesía como canto de la existencia

“Me celebro y me canto a mí mismo”, escribe Walt Whitman en los primeros versos de su célebre poema Song of Myself, en una afirmación radical de la vida, del cuerpo, del alma, del aquí y del ahora. En esa frase, tan sencilla como cósmica, se concentra no solo una estética sino una ética: la celebración del ser como acontecimiento único, irrepetible y libre. Su poesía es una insurgencia contra todo dogma, contra toda forma cerrada del pensamiento. En ella, la palabra se convierte en acto, en respiración, en carne viva de la experiencia.

Lejos de los moldes clásicos, Whitman no construye un poema como un templo de mármol sino como una selva en expansión. Leaves of Grass, publicado en 1855,  fue una revolución en el lenguaje poético de Occidente. En él, el poeta norteamericano hace estallar las formas métricas tradicionales para crear una voz que se confunde con la tierra, el viento, la sangre y la multitud. Como diría más tarde Theodor Adorno, el ensayo —y podríamos decir también la poesía whitmaniana— “procede de un modo metódicamente ametódico”, socavando las bases de la racionalidad moderna y revelando otra forma de conocimiento: el conocimiento sensible, intuitivo, vivencial.

La poesía de Whitman puede leerse como una respuesta estética y espiritual a la crisis de la modernidad. En un mundo donde la ciencia y la técnica tienden a cosificar al ser humano, él proclama la santidad de lo viviente. Su verso: “cada átomo mío es también tuyo”, desarma las fronteras del yo individual para fundirse en una experiencia de comunión cósmica. En ese sentido, su obra entra en diálogo con los grandes temas de la filosofía existencial: la libertad, la muerte, la soledad, el sentido de la vida. Pero, a diferencia de los sistemas racionales, Whitman prefiere el canto, la imagen, la fusión emocional con el mundo.

Ortega y Gasset nos recuerda que el ser humano no tiene una esencia fija, sino que es su circunstancia, y que esa circunstancia está hecha de prágmata —no meras cosas, sino importancias, asuntos vitales. Whitman lo intuye con una claridad poética: el simple acto de contemplar un tallo de hierba contiene una sabiduría profunda, porque reconcilia al hombre con su entorno, con su origen, con su verdad más elemental. En esa hierba —verde, humilde, viva— está inscrita toda una metafísica del instante.

Las creencias, como decía también Ortega, no son algo que tenemos, sino algo que somos. Y Whitman escribe desde ese estrato hondo del ser donde la creencia no es una doctrina sino una forma de respirar el mundo. Su voz emerge desde la raíz misma de lo humano, desde ese punto donde el lenguaje ya no describe, sino que crea. Cada verso suyo es un paso en ese camino que Heidegger llamó “el pensar poético”, donde la palabra no se limita a nombrar, sino que revela.

En este sentido, el poeta se anticipa al filósofo. Lo que Sartre conceptualiza en La náusea, o Camus narra en El extranjero, Whitman lo canta en su libro abierto como un cuerpo desnudo al sol. Su palabra es un “yo” que no teme su propia desnudez, un “yo” que se sabe parte de todos, un “yo” que camina, se tumba, mira, ama, muere, renace. Una palabra que, al decirse, no sólo piensa: transforma.

Frente a los discursos “fuertes” de la modernización, como diría Adorno, Whitman responde con el canto libre, con la afirmación de la literatura como territorio de resistencia y de revelación. Su poesía, a más de un siglo de distancia, es indispensable en esta sociedad cambiante y propensa a la crisis. 

En tiempos de ruido y de discursos totalizantes, la voz de Walt Whitman —abierta, vibrante, indócil— recupera la palabra como espacio de verdad y de vida donde podemos, en sus palabras, tumbarnos sobre la tierra para contemplar un tallo de hierba.