El rigor perdido del ensayo
He leído muchos libros de ensayos este año. Algunos memorables, otros apenas correctos. Pero hay una constante que me preocupa: la falta de referencias bibliográficas. No es solo una cuestión académica, ni mucho menos una defensa ciega del formalismo, sino algo más profundo: la pérdida de rigor, de conciencia, de la distinción entre pensar por cuenta propia y pensar con otros. Muchos autores hoy escriben como si lo que dicen hubiera surgido de una epifanía personal, sin admitir que muchas de esas ideas ya han sido dichas antes y mejor.
No me interesa aquí ponerme el traje del académico severo. No lo soy. Pero sí sé que el ensayo, para sobrevivir en este tiempo de sobreinformación y ruido, debe recuperar su dignidad, y esa dignidad empieza por reconocer sus fuentes. No se trata de llenar páginas con citas como quien quiere mostrar cuánto ha leído. Se trata de honestidad intelectual. Se trata de trazar un mapa: esta idea es mía, esta otra viene de Walter Benjamín, esta me la prestó Simone Weil, está la encontré leyendo a Nuccio Ordine, ese escritor ido a destiempo que aún creía en el alma de los libros.
Ordine lo entendía. Por eso usaba el método de citación más claro y democrático que tenemos: el MLA. No es perfecto, pero sirve. Sirve para que el lector sepa que hay una conversación. Que escribir no es monologar, sino hablar con los muertos y con los vivos. Que un ensayo es una carta que uno escribe sabiendo que antes hubo otras cartas, otras preguntas, otras respuestas. Los ensayos de Ordine no son solo bellos por lo que dicen, sino por cómo lo dicen: con humildad, con precisión, con respeto por las ideas ajenas.
Esto es algo que parece haberse extraviado en muchos de los ensayos que se publican hoy. Hay textos que tienen intuiciones potentes, miradas singulares, pero que flotan en el vacío. No anclan sus afirmaciones. No se sabe de dónde viene esa frase que suena tan bien. ¿Es una lectura mal recordada? ¿Una invención? ¿Un plagio involuntario? En la era del copiar-pegar, no se puede ser ingenuo. Un ensayo que no distingue entre la voz propia y la ajena es como un discurso sin autor: uno no sabe a quién creerle.
Claro, algunos dirán que el ensayo es libertad, que no hay por qué encorsetarlo con normas de academia. Pero el ensayo no es solo una forma libre: también es una forma exigente. Montaigne lo sabía. Por más que escribiera con la soltura de quien conversa consigo mismo, cada una de sus ideas estaba sostenida por lecturas, por experiencias, por siglos de pensamiento. En sus Ensayos uno siente que la conversación es con toda la historia humana. Hoy, en cambio, muchos ensayos parecen escritos sin conversación, sin tiempo, sin memoria.
En nuestras universidades se nota. Muchos estudiantes ya no saben cómo citar. Y no es culpa de ellos. Es que sus referentes tampoco lo hacen. Hay libros de ensayo que llegan a las bibliotecas académicas y nadie los cita, no porque sean malos, sino porque no ofrecen garantías. No se puede construir un argumento serio sobre una afirmación que no tiene fuente. No se puede aprender a escribir bien si no se distingue entre escribir y pensar, entre opinar y argumentar.
Por eso me preocupan también los editores. Algunos solo piensan en vender, en aprovechar el nombre del autor, en sacar un libro más al mercado. No se toman el trabajo de revisar el aparato crítico, de verificar si hay consistencia, si las ideas tienen sustento. Incluso editoriales grandes, internacionales, con prestigio, caen en ese descuido. Publican ensayos como si fueran novelas: sin notas, sin referencias, sin la más mínima preocupación por la responsabilidad intelectual.
Y el daño es mayor cuando estos libros ganan premios. Porque cuando un jurado celebra un texto sin rigor, sin fuentes, está validando un modelo de escritura precaria. Y el joven escritor que lee ese texto premiado lo toma como ejemplo. Lo imita. Y así el círculo vicioso se perpetúa: ensayos sin profundidad, sin raíces, sin compromiso. Porque escribir bien no es solo escribir bonito. Es saber de dónde viene lo que se dice. Es dar crédito a quien lo merece. Es, en el fondo, saber callar cuando otro ya dijo lo que uno apenas vislumbra.
Me duelen esos libros porque he leído textos maravillosos este año. Con ideas luminosas, con intuiciones que podrían abrir caminos. Pero se quedan a medio andar. Les falta la brújula. Les falta la genealogía. Les falta el reconocimiento de que pensar es también heredar, y que la herencia se honra no solo con admiración, sino con rigor.
El ensayo, si quiere seguir siendo un arte mayor, no puede ser solo expresión personal. Tiene que ser también ejercicio de responsabilidad. No basta con tener una voz: hay que saber cuándo esa voz es nuestra y cuándo estamos hablando por boca de otro. Y si eso no se enseña, si eso no se exige, entonces estaremos escribiendo cartas al viento, sin dirección, sin respuesta.
Demuéstrame que estoy equivocado…