Piedradura

Pastor De Moya, el último alquimista del lenguaje

Hay libros que no se leen: se respiran, se padecen, se sobreviven. Libros que no avanzan en línea recta, sino en espiral, arrastrando al lector a su propio remolino. Álgebra de peces, de Pastor De Moya, pertenece a esa categoría rara de obras que no se abren para pasar páginas, sino para abrir grietas. Lo que ofrece no es un discurso, sino un naufragio; no un conjunto de poemas, sino un territorio donde el agua piensa y el lenguaje sangra.

Desde el título se adivina la tensión que define todo el libro: la lucha entre la precisión del número y la indocilidad del mar. El álgebra —esa ciencia exacta, ese intento de someter la realidad a fórmulas— se enfrenta aquí a los peces, que son lo contrario del cálculo: puro movimiento, materia viva que se resiste a toda ecuación. De Moya convierte esa paradoja en su método: escribir desde la imposibilidad, buscar una lógica del caos, una aritmética de la emoción. Su poesía es un intento de atrapar lo inasible, de darle estructura al vértigo.

Pero Álgebra de peces no es solo una metáfora de la contradicción humana. Es también una meditación sobre el cuerpo, el deseo y la muerte. En sus páginas, el agua es tiempo, memoria y sepultura. A veces fluye como una nostalgia de lo perdido; otras, como una cárcel transparente donde los peces sangran contra los vidrios. “La lluvia es una cosa que sin duda sucede en el pasado”, escribe el poeta, y en ese verso resuena toda la conciencia del tiempo que se escapa, de lo que ya no puede volver a tocarse. El agua, en De Moya, no es paisaje: es el propio lenguaje en su estado líquido, siempre fluyendo, siempre mutando, siempre amenazando con ahogar.

Si el agua es su elemento esencial, el cuerpo es su espejo. El erotismo en Álgebra de peces no es celebración ni consuelo: es una zona de fractura. En sus poemas, la carne no se exalta, se descompone. El sexo aparece como un laboratorio de imágenes donde la belleza convive con la podredumbre, donde la pasión es indistinguible de la herida. De Moya explora el deseo con la lucidez de Bataille: como una forma de transgresión que revela la continuidad entre el placer y la muerte. Sus cuerpos sudorosos, sus vulvas heladas, sus penes convertidos en animales míticos no son ornamentos del exceso, sino metáforas de una humanidad que se busca entre los restos de su propia ruina.

Lo que distingue a Pastor De Moya del resto de su generación —y lo que lo convierte, quizás, en el único poeta auténticamente singular de esta época— es su voluntad de exceso. No escribe para complacer ni para demostrar dominio técnico. Escribe para desbordar. Su poesía no pretende ser perfecta, sino necesaria. Y en esa desmesura está su grandeza. Mientras muchos poetas contemporáneos se refugian en la contención minimalista o en la ironía académica, De Moya asume el riesgo de la intensidad. Su lenguaje se expande, se multiplica, se rompe. Hay momentos en que el poema parece desbordarse de sí mismo, arrastrando al lector en una corriente que mezcla lo sagrado con lo grotesco, lo erótico con lo político, lo cotidiano con lo apocalíptico.

En ese torrente se asoma una galería de presencias tutelares: Borges, Lennon, Lezama, Novalis, Marx. Pero el poeta no los convoca como estatuas reverenciales, sino como máscaras deformadas. Borges es un ciego que aún sueña con tigres de piedra; Lennon, un fantasma que flota en el humo de una utopía vencida; Lezama, un caballo ardiente que huye del vino derramado. De Moya los trae a su carnaval verbal no para homenajearlos, sino para devorarlos. Su gesto es profundamente caribeño: absorber las tradiciones universales y devolverlas transformadas, transfiguradas, irreverentes. Si el Caribe fue siempre el territorio de la mezcla, su poesía es el laboratorio donde esa mezcla alcanza la temperatura del delirio.

En Álgebra de peces, lo grotesco no es una provocación gratuita: es una forma de verdad. De Moya entiende que la belleza y el horror son inseparables, que el orden solo se revela cuando el caos lo amenaza. Poemas como La piara o Los banqueros devoran órganos no buscan escandalizar, sino desnudar la violencia que sostiene la civilización. Su imaginería visceral —vulvas de hielo, banqueros caníbales, santos en descomposición— no pertenece al ámbito del morbo, sino al de la denuncia simbólica. Como un Goya tropical, De Moya utiliza la deformidad para exponer la hipocresía del poder, la corrupción de la moral y el vacío espiritual de la modernidad.

Esa carga crítica se disfraza de delirio. El poeta no predica: exorciza. No dicta doctrina: se desangra. Su palabra es a la vez vómito y plegaria. En sus mejores momentos, alcanza una intensidad casi profética, como si hablara desde un trance donde el lenguaje mismo se desgasta y se renueva. Ahí es donde su obra adquiere un tono único: el de quien sabe que la poesía no está para explicar el mundo, sino para recordarnos que el mundo es inexplicable.

Y, sin embargo, en medio de la avalancha verbal, el libro mantiene una unidad secreta. Su estructura no es lineal, pero sí simbólica: peces, agua, espejos, cuerpos, animales —todos ellos reaparecen como constelaciones de un mismo cosmos. No hay progreso temático, sino metamorfosis continua. Leer Álgebra de peces es entrar en un círculo de símbolos que giran y regresan, como las olas que rompen una y otra vez sobre la misma orilla. La coherencia no está en el argumento, sino en la recurrencia: cada poema es una variación sobre la imposibilidad de atrapar la vida en fórmulas.

Quizás por eso, la lectura de Pastor De Moya exige otra disposición. No se trata de comprender, sino de dejarse arrastrar. Quien se acerque a su poesía esperando claridad se ahogará; quien acepte perder pie encontrará una verdad más honda. Su lenguaje no comunica, encarna. Es un cuerpo vivo que respira y se pudre. Y en esa respiración hay un gesto de resistencia: escribir así, es una forma de rebelión. En un tiempo dominado por la velocidad, la ironía y el eslogan, De Moya se atreve a escribir con lentitud, con dolor, con una fe absoluta en el poder de la palabra.

Su obra no busca la pureza, sino la mezcla; no la armonía, sino la disonancia. En ella, la poesía no es adorno, sino alquimia: el arte de convertir el fango en luz. Álgebra de peces demuestra que el verdadero poeta no es el que domina la forma, sino el que se deja poseer por ella. Pastor De Moya no calcula: arde. Y en ese incendio, su palabra se vuelve un lugar de revelación.

Al final de la lectura, uno no sabe si ha leído un libro o ha atravesado un ritual. Todo en Álgebra de peces huele a ceremonia antigua: el vino y la sangre, el mito y la carcajada, la plegaria y el vómito. Es un libro que no se deja citar con frialdad académica: se lleva en la piel, deja marcas, arde como una fiebre. Nos recuerda que la poesía —cuando es verdadera— no adorna la realidad, la incendia. Y que, solo ardiendo, solo respirando bajo el agua, podemos sentirnos vivos.

En tiempos de poetas que temen al exceso, Pastor De Moya escribe como si el exceso fuera la única verdad posible. Su Álgebra de peces es una alquimia del verbo y la herida, una matemática de la emoción, un evangelio apócrifo del cuerpo y su ruina. Ningún otro poeta de su generación ha logrado hacer del lenguaje un organismo tan vivo, tan desmesurado, tan ferozmente libre. En su mar de signos, en su álgebra imposible, el lector descubre algo más que un libro: una prueba de que la poesía todavía puede ser un acto de resistencia, una forma de conocimiento y una forma de vida.