Olga Orozco y la poética del límite
En la voz de Olga Orozco, la poesía se convierte en una travesía entre la lucidez filosófica y la intimidad emocional; una línea que se tiende, tensa pero luminosa, entre la crítica al mundo y el anhelo de una pureza que alguna vez existió o que, quizá, sólo puede habitar en el lenguaje. Como si cada poema intentara arrancar —al decir de José Lezama Lima— “una hilacha del ser universal”, Orozco construye una poética que resiste al olvido, al tiempo y a las formas convencionales de la libertad.
Su lírica es una declaración de principios. Aquí, la palabra se convierte en acto de resistencia y de contemplación profunda. Sus poemas, lejos de centrarse en lo anecdótico, aspiran a tocar la médula de lo real. En esta búsqueda, su obra resuena con la idea de arte puro de Arthur Schopenhauer, quien sostenía que solo al olvidar la individualidad es posible acceder a un conocimiento estético y objetivo del mundo. Así, la voz de Orozco no es la de una persona concreta, sino el eco de una conciencia que se disuelve para canalizar lo esencial.
Y sin embargo, como advierte Ida Vitale, el mundo actual es babélico, ruidoso, desconectado del poder originario del lenguaje. En ese contexto de disonancia, donde la palabra poética ha perdido parte de su fuerza genésica, Orozco no se rinde. Al contrario: persiste. Sus versos son un ejercicio ético desde el límite, una voluntad de nombrar el mundo aun con palabras “empapadas”, perseguidas como golondrinas que huyen.
Uno de los poemas que abre esta cartografía del alma dice:
Aquí están tus recuerdos:
este leve polvillo de violetas
cayendo inútilmente sobre las olvidadas fechas…
La memoria aparece no como nostalgia, sino como terreno de reconstrucción crítica. La figura del adolescente, del jardín, de la infancia y del “lejano muro” donde todo permanece igual, actúa como símbolo de una libertad ideal —inalcanzable, sí, pero ética y necesaria. El poema deviene un modo de continuar, y ese continuar, ese negarse a claudicar ante el desencanto, es ya una forma de rebeldía.
Lo interesante es que Orozco no idealiza una libertad absoluta. Reconoce que vivir en comunidad implica asumir normas, cánones, contradicciones. Su propuesta es una libertad reflexiva, consciente del error, del amor, del abatimiento. Una libertad que no renuncia al deseo, pero que tampoco desconoce la complejidad de la vida vivida.
En su poética se da un contrapunto constante entre la emoción amorosa —directa, ingenua, fundacional— y la emoción reflexiva, que observa, analiza y cuestiona. En este universo simbólico, y a la vez cosmopolita, Olga Orozco construye una poética que canta y piensa, que se embellece y se interroga. Su voz se ofrece como un umbral hacia una nueva forma de libertad: no la libertad abstracta del pensamiento liberal, sino aquella que se ejerce desde la aceptación del límite, desde la conciencia de la contradicción.