De México para el mundo: Beatriz Saavedra Gastélum
En la Ciudad de México, hay una voz que, cuando habla, parece convocar siglos de memoria y mares de metáforas. Es la voz de Beatriz Saavedra Gastélum, que escribe como quien abre ventanas hacia otros territorios, a veces geográficos, a veces íntimos. Su nombre resuena en congresos, museos, academias y festivales; sus versos, en más de diez idiomas; y sus ideas, en columnas que son brújulas para lectores de México y España.
Su obra no cabe en un solo género ni en una sola orilla: 26 libros de poesía, tres de ensayo, incontables antologías y traducciones, reconocimientos internacionales que viajan de Rusia a Italia, de España a México. Pero más allá de las cifras, lo que distingue a Beatriz es la manera en que la palabra, en sus manos, se convierte en territorio. Un territorio donde conviven la poesía y la filosofía y el deseo, el cuerpo y la memoria, la historia y la imaginación.
Como presidenta de la Academia Nacional de Perspectiva de Género y directora del Festival Internacional La Mujer en las Letras, Beatriz tiende puentes entre la literatura y la acción cultural, entre la reflexión y la celebración de la voz femenina. En El Diario de Madrid, sus columnas Rostros y letras y Poéticas de la inteligencia son faros que iluminan la relación entre arte y pensamiento.
Hoy, en esta conversación para Fronteras Desdibujadas del Diario de Madrid, la autora nos invita a cruzar con ella esas fronteras que, en su escritura, siempre se vuelven permeables: las que separan la poesía del ensayo, la memoria personal de la memoria colectiva, la lengua materna de las lenguas que traducen y multiplican su obra.
Has publicado más de veinte libros de poesía y varios de ensayo. ¿Cómo dialogan en tu escritura la voz poética y la voz ensayística?
Mi escritura poética y ensayística dialogan desde un territorio donde las influencias, más que lineales o estrictamente documentadas, se viven como resonancias que a veces son conscientes y otras veces se revelan sólo después de haber escrito. Coincido con Umberto Eco cuando plantea que las conexiones entre autores pueden ser directas, inconscientes, fruto de un espíritu común o incluso accidentales. En mi caso, la voz poética se nutre de intuiciones, imágenes y emociones que parecen emerger de un sustrato compartido con otras voces de la tradición; mientras que la voz ensayística busca desentrañar, pensar y dialogar con esas mismas corrientes, ya sea que provengan de una lectura directa o de una afinidad que simplemente “estaba en el aire”. Creo que ese diálogo entre poesía y ensayo no busca una jerarquía, sino un entrelazamiento: la poesía encarna y sugiere; el ensayo reflexiona y construye sentido. Ambas voces, en el fondo, se encuentran en una misma búsqueda: la de entender, a través de la palabra, el misterio de la experiencia humana.
En tu obra, la filosofía aparece como un trasfondo que sostiene y da profundidad a la palabra. ¿Qué corrientes o pensadores han marcado de forma más decisiva tu poesía?
Mi poesía está sostenida por un trasfondo filosófico que nace, en gran medida, de la idea orteguiana de que vivimos desde nuestras creencias más profundas, esas que no pensamos, porque son parte constitutiva de lo que somos. En mi escritura, esas creencias —propias y colectivas— dialogan con la circunstancia, con aquello que Ortega llama prágmata: todo lo que nos rodea y que, lejos de ser “cosas” aisladas, son ayudas u obstáculos en el desarrollo de nuestro proyecto vital. En ese sentido, las corrientes que más han marcado mi poesía son aquellas que interrogan la relación entre el ser humano, su tiempo y su mundo. Entre mis influencias están Hannah Arendt, con su reflexión sobre la acción y la memoria; María Zambrano, con su razón poética que ilumina la experiencia interior; y Anna Ajmátova, cuya palabra encarna la resistencia y la lucidez en medio de la adversidad. Todas ellas me han enseñado que la poesía no sólo nombra, sino que también interpreta y salva la circunstancia, recuperando así al individuo auténtico y original.
Has sido reconocida en distintos países por tu labor literaria. ¿Cómo ha influido el contacto con otras culturas y lenguas en tu manera de concebir la poesía?
El contacto con otras culturas y lenguas ha ampliado mi conciencia de que la poesía es, en esencia, un diálogo entre memorias. Cada lengua guarda su propia historia, su propio modo de mirar el mundo, y al entrar en contacto con ellas, mi escritura se ha visto enriquecida por matices y resonancias que trascienden lo puramente individual. Para mí, la poesía es un espacio donde la memoria personal se entreteje con la memoria colectiva, y donde la historia —no sólo la que se aprende en los libros, sino la que permanece en las voces, en los gestos, en los silencios— encuentra nuevas formas de manifestarse. Esa interacción con lo diverso me revela que escribir poesía es también un acto de traducción: traducir la experiencia humana al lenguaje, sabiendo que toda palabra está habitada por el tiempo y por la historia que la precede.
La memoria, el cuerpo y el lenguaje son constantes en tu obra. ¿Qué significado adquieren estos elementos en tu visión del ser humano y de la literatura?
En mi visión, la memoria, el cuerpo y el lenguaje son tres dimensiones inseparables de lo humano, que se influyen mutuamente y se sostienen en un equilibrio dinámico. Siguiendo a Ortega, entiendo que gran parte de nuestra existencia se sostiene en una “vida automática” heredada de la colectividad, y que sólo en ese espacio residual de energía libre podemos proyectar una vida personal, auténtica. La memoria —tanto individual como colectiva— es el archivo desde el que elegimos y construimos ese proyecto; el cuerpo es el lugar donde esa memoria se encarna, donde la historia y la experiencia se vuelven materia sensible; y el lenguaje es el puente que nos permite volver consciente esa experiencia, compartirla, transformarla. En literatura, estos tres elementos convergen para mostrar que el ser humano está siempre obligado a elegir —a decir, a recordar, a actuar— dentro de los límites de su circunstancia, pero con la posibilidad, aunque breve, de convertir esas elecciones en revelaciones de lo que somos y de lo que podemos llegar a ser.
Como presidenta de la Academia Nacional de Perspectiva de Género, ¿de qué manera incorporas la mirada de género en tu obra poética y ensayística?
Como presidenta de la Academia Nacional de Perspectiva de Género, mi escritura —tanto poética como ensayística— parte de la convicción de que la palabra es un espacio de emancipación y de construcción de sentido, especialmente para las mujeres cuya voz ha sido históricamente silenciada. Incorporo la mirada de género no como un adorno temático, sino como una forma de interrogar la realidad desde la sospecha crítica que, como recordaba Hannah Arendt, es ya una empresa peligrosa.
María Zambrano me ha enseñado que escribir es defender una soledad creadora, un lugar donde la mujer puede pensarse y proyectarse más allá de los dictados de lo colectivo, transformando lo imposible en verdad. En mi obra, el lenguaje se convierte así en un acto de resistencia y revelación, capaz de devolver densidad humana y filosófica a experiencias como la maternidad, el deseo, la desigualdad o el exilio. De este modo, mi trabajo busca tender un puente entre memoria, cuerpo y pensamiento, para que la literatura siga siendo no sólo testimonio, sino también una fuerza viva que reconfigura el mundo desde una voz que se sabe histórica, consciente y libre.
En tus libros hay una fuerte presencia del exilio, la otredad y la identidad. ¿Son estos temas universales o profundamente personales en tu caso?
Sí, el exilio en mi obra es a la vez profundamente personal y, al mismo tiempo, un tema de alcance universal. Creo que esta dualidad se debe a que, aunque cada experiencia de exilio es única, todas comparten una raíz común: la fractura de la pertenencia y la necesidad de reconstruirse en un nuevo territorio, ya sea geográfico, emocional o simbólico.
En mi caso, el exilio geográfico comenzó muy temprano, cuando dejé mi natal Culiacán, en Sinaloa —en el norte de México— para mudarme a la Ciudad de México. Aunque la distancia física no era tan grande en términos de país, sí implicó una transformación radical en mi forma de habitar el mundo. Traíamos con nosotros tradiciones sinaloenses que siempre cuidamos en casa, como una manera de preservar un hilo con la tierra de origen. Pero vivir en otro contexto, con otros ritmos, otras maneras de decir y de mirar la vida, generó una tensión constante entre lo que uno fue y lo que se está aprendiendo a ser.
Junto a este exilio geográfico, existe en mi vida y en mi poesía un exilio más íntimo: el familiar. De este hablo con más insistencia en mis versos, porque implica una ruptura menos visible, pero igualmente dolorosa. Como señala Cristina Peri Rossi, el exilio es una experiencia desgarradora, una pérdida que rompe y obliga a reinventar los vínculos y la propia identidad. Es un proceso que te enfrenta a la vulnerabilidad, a la sensación de que las raíces han sido arrancadas, y que te obliga a reescribir tu historia desde un territorio incierto.
Ambos exilios —el de la tierra y el de la sangre— han marcado mi escritura. No sólo porque me han hecho consciente de la fragilidad de las certezas, sino porque también me han enseñado que toda identidad es móvil, múltiple y, a veces, contradictoria. En ese sentido, el exilio en mi poesía representa una metáfora del ser humano contemporáneo: alguien que, aunque busca un lugar donde arraigar, sabe que nunca regresará al mismo punto de partida y que, en ese tránsito, se reinventa constantemente.
En mi visión, este es un tema que toca a todos, porque la experiencia de perder un lugar —sea físico, afectivo o simbólico— y tener que reconstruirse es parte esencial de la condición humana. El exilio nos ratifica que vivir es siempre, de algún modo, habitar la distancia.
Tu poesía ha sido traducida a varias lenguas. ¿Qué sientes cuando tus versos habitan en otro idioma? ¿Crees que cambia su resonancia o su sentido?
Cuando mis versos son traducidos a otras lenguas, siento que inician un nuevo viaje, como un barco que, habiendo partido de un puerto conocido, se adentra en mares que yo misma no podría recorrer sola. Concebir la vida —y la poesía— como el arte de la navegación me ayuda a pensar que la traducción es una forma de seguir navegando hacia otros rumbos, con la conciencia de que en cada travesía algo cambia: el clima, la luz, la forma en que las olas golpean la embarcación.
En este sentido, cada traducción es una recreación. El poema, al habitar otro idioma, se reviste de nuevas resonancias culturales y sonoras. El sentido esencial puede permanecer, pero las imágenes, los silencios y las cadencias adquieren matices que no siempre estaban en mi intención inicial. Sin embargo, no lo considero una pérdida, sino una expansión: el texto, como afirma Iris Murdoch sobre la literatura, deja un espacio para que intervenga el lector. En la traducción, ese lector se convierte en el traductor, que se apropia del poema para que pueda respirar en otra lengua.
La poesía, a diferencia de la filosofía, no busca fijar un concepto o cerrar un argumento; más bien, se abre a la evocación, a la multiplicidad de sentidos. Por eso, en otro idioma, mis versos pueden convocar imágenes y emociones distintas, incluso insospechadas para mí. Y aunque algo cambie en su resonancia, el núcleo vital del poema —esa corriente que lo impulsa— sigue navegando, encontrando en cada lengua un nuevo mar para habitar.
En un mundo acelerado y saturado de estímulos, ¿qué lugar crees que ocupa la poesía como forma de conocimiento y de resistencia?
En un mundo acelerado y saturado de estímulos, la poesía ocupa un lugar esencial como forma de conocimiento y de resistencia, porque nos convoca a detenernos y a penetrar en la palabra más allá de su superficie. Tal como sucede con ciertos versos de Borges, la comprensión gramatical es apenas el umbral; el verdadero sentido está en lo que la palabra guarda en su interior, en esa savia invisible que solo se revela a quien se detiene a escucharla.
La poesía nos devuelve a esa experiencia lenta y profunda en la que el lenguaje deja de ser un mero vehículo informativo para convertirse en un territorio de exploración. En ella, como en la representación poética de la ciudad, encontramos tanto lo material como lo interior: calles, puertas, objetos que se transforman en espejos de nuestra propia existencia. Y en ese reflejo se asoman lo absoluto y lo inevitable —la muerte— junto a la memoria que retiene nuestros pasos, lo cierto y lo incierto, como todos los ayeres que nos habitan.
Beatriz Saavedra Gastélum
Mexicana, es escritora, académica, investigadora, conferencista y poeta, tiene dos maestrías cursadas en España y se le han otorgado tres Doctorados Honoris causa, a la fecha tiene 26 libros de poesía publicados y tres libros de ensayo, su obra ha sido incluida en un gran número de antologías, revistas y periódicos nacionales e internacionales, sus poemas se han traducido a más de 10 idiomas. Ha recibido múltiples reconocimientos, los más recientes son: la medalla Pavlovich Korolev en Rusia 2023, Premio internacional de literatura Alejandra PizarnikEspaña 2024, premio: Il Canto di Dafne en Italia 2024, premio México de Periodismo 2024 y premio internacional de literatura erótica Anaïs Nin, España 2025, es columnista del Diario de Madrid y del periódico El Capitalino en México, tiene en el IMER Un programa de radio en Mujeres a la tribuna. Dirige ciclos, conferencias y talleres en La Capilla Alfonsina (INBAL), en el Museo de la Mujer (UNAM), en el Ateneo Español y en la Academia de Historia (UNAM), es presidenta de la Academia Nacional de perspectiva de género de la Legión de Honor Nacional de México y Directora del centro de estudios de la Mujer y del Festival Internacional La Mujer en las Letras de laAcademia Nacional de Historia y Geografía UNAM.