László Krasznahorkai y la forma de caos
La Academia Sueca ha concedido el Premio Nobel de Literatura 2025 al escritor húngaro László Krasznahorkai “por su obra convincente y visionaria que, en medio del terror apocalíptico, reafirma el poder del arte”. La decisión no sorprende: desde Tango satánico (1985) hasta Guerra y guerra (1999), su escritura ha explorado el desorden y la ruina del mundo contemporáneo, esa deriva de la civilización humana donde el pensamiento parece perder su centro y la palabra, su pureza.
Nacido en 1954 en Hungría, Krasznahorkai creció en el eco del horror: hijo de un padre judío que sobrevivió a la ocupación nazi, habitó un país marcado por las ruinas de la guerra, por la desconfianza en la historia y por la persistente sospecha de que el lenguaje ya no puede decir lo real. En ese territorio de sombras, su obra irrumpe como una meditación sobre la imposibilidad del sentido, sobre el vértigo de vivir en una época donde, como escribió Walter Benjamin, “vivimos en el interior de nuestra lengua semejantes a ciegos que caminan sobre un abismo”.
En Tango satánico, Krasznahorkai formula una de las preguntas más radicales de la literatura moderna: “¿Qué manera de ensuciar la lengua era esta, qué caos de imágenes utilizadas al buen tuntún? ¿Dónde quedaban la pureza y la claridad que –supuestamente– caracterizaban al espíritu humano?”
Ese grito no es solo una queja estética, sino una pregunta ontológica: ¿qué le ocurre al hombre cuando el lenguaje se desmorona? Si, como afirmaba Benjamin, la teoría no puede referirse nunca a lo real, pero debe estar en relación con el lenguaje, entonces toda crisis del lenguaje es una crisis del ser. Krasznahorkai lo entiende: en su universo, el lenguaje es el último refugio y, al mismo tiempo, la trampa más profunda del pensamiento.
Borges escribió: “No sé hasta qué punto un escritor puede ser revolucionario. Por lo pronto, está trabajando con el idioma, que es una tradición.” Krasznahorkai retoma esa tradición para fracturarla, para mostrar que la revolución del lenguaje es la única revolución posible. Sus largas oraciones —incesantes, envolventes, casi sin aire— reproducen el flujo de la conciencia humana atrapada en su propia contradicción. No hay redención ni claridad: solo la persistencia de una mirada que intenta, una y otra vez, captar “lo que uno debe capturar en la belleza: lo traicionero e irresistible”, escribe el reciente ganador del Nobel.
Para él, el arte no es consuelo sino advertencia. En Guerra y guerra escribe: “La muerte era solo una especie de advertencia, más que un final desesperado y permanente.”. Y esa advertencia —que recuerda la frase de Marlene Dietrich: “Uno debe temerle a la vida, no a la muerte”— define su estética del límite. La belleza, en Krasznahorkai, es una forma del peligro; la escritura, un intento desesperado por ordenar el caos.
En su obra resuena la certeza de que “no importa cuán exótica se vuelva la civilización humana, ni el desarrollo de la vida y la sociedad, ni la complejidad de las relaciones máquina-hombre; siempre se producen interludios de solitario poder durante los cuales el curso de la humanidad depende de las acciones simples de una sola individualidad”. Ese individuo, para Krasznahorkai, es el artista: el único capaz de sostener el abismo a través del lenguaje.
Su Nobel es, entonces, más que un reconocimiento literario: es una advertencia filosófica. En tiempos de ruido y fragmentación, la obra de László Krasznahorkai muestra que el arte —en su lucidez y su locura— sigue siendo la única forma de sobrevivir a la oscuridad.
Krasznahorkai pertenece a esa tradición de escritores que buscan en la totalidad y la emparentan con autores como Proust, Musil o Thomas Bernhard, para quienes el lenguaje no es solo medio, sino materia viva, capaz de contener la tensión entre la lucidez y la locura, entre el orden y el caos. Krasznahorkai, sin embargo, lleva esta experiencia a su extremo: su escritura es una espiral que no concluye, un espejo en el que se refleja la imposibilidad de detener el pensamiento.
Su frase —“No me interesa creer en algo, sino comprender a las personas que creen”— revela el tono ético de su literatura. Más que doctrinario, su interés es existencial. El escritor no busca imponer una verdad, sino explorar el misterio de la fe humana, la obstinación del ser que, pese al absurdo, continúa buscando sentido. En un mundo dominado por la tecnología y la fragmentación, su obra representa un acto de resistencia: comprender antes que juzgar, observar antes que condenar, escribir antes que callar.
En Krasznahorkai, la literatura es la última forma de pensamiento total y donde la frase es una plegaria profana, una larga meditación sobre la condición humana para visualizar que el arte —cuando se asoma al abismo del tiempo y del lenguaje— puede aún revelar la fragilidad y la grandeza del hombre.
Porque, al fin y al cabo, el lenguaje no solo nos nombra: también nos revela y nos condena. “El terror y el desorden del mundo captan su forma —escribió—, pero la forma es, a la vez, el intento de salvarse del caos.” Y en ese intento —entre el silencio y la palabra— el arte reafirma, una vez más, su poder contra el fin.