Houellebecq y Mamdani
Cuando leí por primera vez en el 2015 la novela “Sumisión” de Michel Houellebecq, creí que el autor estaba llevando su imaginación al extremo deliberado que tanto irrita y fascina a sus lectores. Una Francia fatigada, escéptica de sus propias certezas, aceptando sin resistencia el ascenso de un líder islamista moderado que prometía devolverle sentido y cohesión. Los partidos tradicionales derrumbados, los intelectuales cansados de pensar, la Sorbona convertida en universidad islámica y los profesores, antaño estandartes de la laicidad republicana, aceptando a cambio de mejores salarios y alguna que otra esposa adicional la frase que simboliza su rendición espiritual: “No hay más dios que Alá y Mahoma es su profeta”.
En aquel momento pensé que Houellebecq estaba exagerando, como quien ilumina con un haz de luz demasiado intenso para que los contornos se reconozcan. Una parábola, me dije, sobre el cansancio moral de Occidente, sobre la creciente incapacidad de Europa para sostener aquello que alguna vez llamó “valores”. Una advertencia poética, sí, pero acaso excesiva, sombría, casi apocalíptica.
Sin embargo, hace unos días, leyendo los periódicos norteamericanos, me encontré con una noticia que me obligó a recordar esas páginas. En el corazón de Manhattan —esa selva vertical donde los rascacielos parecen desafiar a Dios y donde las luces no se apagan porque el sueño es una pérdida de tiempo— ha sido elegido alcalde Zohran Mamdani, musulmán, socialista democrático, representante de una corriente política que, hasta hace muy poco, habría sido impensable como depositaria del mando en la ciudad más simbólica del mundo occidental.
No se trata de un concejo de barrio ni de un distrito periférico. Se trata de Nueva York, esa Babel moderna donde confluyen el capitalismo financiero, la industria cultural global, el periodismo influyente, la imaginación artística, el ruido y la vanguardia. La ciudad que marcó el pulso del siglo XX y cuyo latido todavía se siente en todo el planeta.
Que un musulmán socialista gobierne Nueva York es, para muchos, una extravagancia. Para otros, una amenaza. Para algunos, una señal de madurez democrática. Diré lo que pienso: es una prueba. Una prueba que la democracia norteamericana se ha impuesto a sí misma y que, con sus contradicciones, parece estar superando.
Porque, seamos francos: ¿podemos imaginar algo semejante en sentido inverso? ¿Un cristiano liberal, defensor de la libertad económica y crítico del islam político, ganando las elecciones en El Cairo, Teherán o Riad? La pregunta no es provocadora; es simplemente realista. La respuesta es no. Allí, la estructura religiosa, política y jurídica está diseñada para que el poder no sea disputado, sino heredado o administrado dentro de un marco doctrinal rígido.
Estados Unidos, con todas sus cicatrices —y son muchas: la esclavitud, la segregación racial, la violencia policial, la desigualdad obscena— tiene, sin embargo, algo que muy pocos países poseen: una democracia que se permite ser contrariada. Un sistema institucional que no solo tolera al disidente, sino que le concede la posibilidad de gobernar si así lo decide la ciudadanía.
No es una democracia pura. Ninguna lo es. Pero es una democracia resistente. Capaz de integrar a Wall Street y a los sindicatos, a los evangélicos del profundo sur y a los progresistas de Brooklyn, a los veteranos de guerra y a los jóvenes desencantados del campus universitario. Es un sistema que se encuentra en tensión constante, y esa tensión lo mantiene vivo.
La elección de Mamdani no es un accidente. Es el resultado de la participación de una ciudadanía diversa, a veces contradictoria, siempre ruidosa, que entiende que la democracia no consiste en elegir al gobernante que se parece a uno, sino en respetar la voluntad de los otros. Ese acto, tan simple en apariencia, tan difícil en la práctica, es el verdadero corazón del sistema liberal.
Muchos verán este hecho como un síntoma de decadencia. Otros, como una victoria progresista. Pero más allá de los entusiasmos y los miedos, lo que revela es algo más profundo: que la democracia estadounidense es capaz de soportar la sorpresa, la inquietud y el desequilibrio sin caer en la tentación autoritaria.
Y vuelvo a Sumisión. No como quien cita una novela provocadora, sino como quien recuerda una advertencia. Houellebecq no describe una distopía lejana, sino una posibilidad íntima: la de una sociedad que, al perder la fe en sí misma, encuentra consuelo en la obediencia. No porque sea impuesta, sino porque libera del peso de decidir. Su Europa no cae por violencia ni invasión, sino por cansancio moral. Por la fatiga de ser libre.
En Nueva York, sin embargo, la escena es otra. Turbulenta, sí. Inestable. Pero viva. Donde Europa, en la ficción, eligió la paz de la sumisión, aquí todavía se elige el conflicto de la libertad. No hay armonía, pero hay voluntad. Y eso no es poco.
La diferencia es profunda. Houellebecq muestra a hombres que renuncian para no tener que elegir. La historia, aquí, muestra a ciudadanos que, a pesar del caos, todavía eligen.
Y eso plantea una pregunta más honda: ¿qué preferimos —la seguridad del dogma o la intemperie de la libertad? Porque la libertad exige, no protege. No da sentido: obliga a construirlo. Y quizá por eso es tan fácil abandonarla cuando flaquean las certezas.
No sé qué vendrá. Las democracias, como las personas, pueden colapsar sin hacer ruido. Pero lo que este episodio me deja no es optimismo, ni alivio, sino una sospecha persistente: que mientras haya alguien dispuesto a sostener el peso de la incertidumbre, la libertad no está perdida.
Y tal vez, al final, esa sea la única victoria real que una sociedad puede reclamar: seguir eligiendo, incluso cuando no hay promesas, ni garantías, ni redención.
Houellebecq imaginó un futuro rendido. Pero aún no estamos allí. Y mientras eso sea cierto, el final no está escrito.