El día en que los muertos regresan: poéticas del umbral
La evocación de la muerte en México no se reduce al dolor ni a la nostalgia. Entre finales de octubre y los primeros días de noviembre, el país entero se transforma en una gran metáfora viva del tránsito: los altares, los cempasúchiles, el pan de muerto, las velas y los retratos abren un espacio intermedio donde la vida y la muerte dialogan sin miedo. Popularmente, los días 1 y 2 de noviembre —Todos los Santos y los Fieles Difuntos— son el momento en que las almas regresan a visitarnos. No como sombras que aterran, sino como presencias que iluminan el recuerdo.
El Día de Muertos, con su sincretismo de raíces prehispánicas y cristianas, se erige como una de las poéticas más profundas del ser mexicano. En los pueblos, los cementerios se llenan de flores, se limpian las tumbas, se colocan ofrendas sobre las lápidas, y en algunos lugares se lavan los huesos de los difuntos como un gesto de continuidad. Es el ritual del reencuentro, del amor que no se resigna al olvido. Quizás por eso Gabriel García Márquez afirmaba que “la muerte no llega con la vejez, sino con el olvido.” En México, el olvido se combate con memoria, y la memoria se hace altar.
El pensamiento occidental, desde sus orígenes, ha visto en la muerte el límite absoluto de la razón y la experiencia. Para Blaise Pascal, “es más fácil soportar la muerte sin pensar en ella que soportar el pensamiento de la muerte”. En esta ideología se condensa la tragedia moderna: tememos más a la conciencia de la finitud que a la finitud misma. Sin embargo, en nuestra tradición literaria, el pensamiento de la muerte ha sido una constante forma de resistencia, una búsqueda de sentido ante lo inefable.
Octavio Paz, en El laberinto de la soledad, escribió que “la manera en que morimos muestra cómo ha sido nuestra vida, pues la vida no halla en la muerte únicamente su fin, sino también su reflejo. La muerte es un espejo que refleja las vanas gesticulaciones de la vida”. En esa visión, morir no es desaparecer, sino revelarse. La muerte, más que un punto final, es el espejo que devuelve la imagen de lo que fuimos: nuestras pasiones, nuestros miedos, la manera en que habitamos el tiempo.
Haruki Murakami escribió que “la muerte no es lo opuesto a la vida, sino una parte de ella”. En la tradición oriental, como en la indígena mesoamericana, la muerte no es interrupción, sino continuidad: un modo distinto del ser. En el pensamiento náhuatl, la muerte no es castigo, sino retorno al ciclo sagrado de la naturaleza. El cuerpo vuelve a la tierra, y el alma, al viento o al canto. Quizás por eso, en las ofrendas mexicanas, la comida y la música son tan esenciales: porque alimentan y celebran ese tránsito entre mundos.
Michel Foucault recordaba que la literatura habita un “no-lugar”, un espacio limítrofe donde confluyen los diversos discursos del saber. Ese espacio, a su modo, también es el territorio de los muertos: el lugar donde las voces ausentes siguen hablándonos. La escritura, como el altar, es una forma de invocar presencias. Todo autor, al escribir, convoca a sus muertos: los familiares, los maestros, los poetas que le antecedieron. La literatura es el espejo donde la muerte se vuelve palabra y el olvido, forma de memoria.
Hoy, cuando la muerte en México ya no es sólo una celebración simbólica, sino una presencia cotidiana y brutal, el sentido del ritual cobra otra dimensión. Las ofrendas en las casas, los altares en las plazas y los poemas escritos en las redes no son solamente gestos culturales: son actos de resistencia ante el sinsentido que vivimos cotidianamente, intentos de devolverle dignidad a la vida a través de la palabra o de los mitos.
Porque tal vez, como intuía Paz, “dime cómo mueres y te diré quién eres.” y los mexicanos, cada noviembre, respondemos a la muerte con poesía, con música, con pan y con cempasúchil. La miramos de frente y la invitamos a cenar.