Poéticas de la inteligencia

Borges: El espejo infinito y la poética del desdoblamiento

Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”, escribió Jorge Luis Borges con su característica mixtura de aticismo y metafísica melancólica. La frase, que parece un eco gnóstico perdido entre bibliotecas infinitas, encierra uno de los gestos esenciales de su literatura: una sospecha radical del yo, del mundo y de sus duplicaciones. Pero también, y sobre todo, una apuesta por el lenguaje como única brújula posible en el laberinto de la existencia.

El universo borgeano no se afirma, se dispone como laberinto. En él, los signos no revelan, apenas sugieren; los textos no informan, simulan. No hay un “tema”, como en el racionalismo narrativo tradicional: hay una serie de obsesiones girando en torno a un centro que se evade. Leer a Borges no es interpretar: es perderse, sabiamente, en la multiplicación de las posibilidades.

Sus ficciones —a medio camino entre el ensayo, la narración y el poema— proponen una filosofía implícita: el yo no existe, el tiempo es una ilusión, la memoria es falible y la identidad, un artificio. En uno de sus relatos más célebres, El Aleph, un personaje contempla en un solo punto del espacio la totalidad del universo. Lo ve todo, pero no lo comprende. Ese es el destino del lector de Borges: ser testigo del infinito sin la promesa de descifrarlo. Saberlo todo y, sin embargo, no poder actuar.

En el poema El suicida, Borges lleva al extremo su lógica del despojo: el yo no muere en soledad, arrastra consigo al mundo entero. “Lego la nada a nadie”, dice la voz poética, y con ese verso clausura toda aspiración a la trascendencia personal. El sujeto no se afirma, se anula. Es en ese gesto —tan cercano a la mística negativa y al escepticismo barroco— donde se cifra una poética que rehúye tanto del sentimentalismo como del dogma. El lenguaje no salva, pero ilumina. No resuelve, pero bordea el abismo.

Borges desconfiaba del exceso: “Es una locura laboriosa y empobrecedora la de componer libros extensos”, escribió. Prefería los atajos de la erudición apócrifa, los tratados inexistentes, los autores fantasmas. Su universo es una biblioteca de Babel, pero escrita con precisión geométrica. En ese sentido, Borges es un cartógrafo del infinito: diseña mapas imposibles, geometrías verbales donde todo es provisional y eterno a la vez.

Los temas borgeanos se repiten como los movimientos de una partida de ajedrez: el doble, los espejos, los sueños, los tigres, el tiempo cíclico, los laberintos, los libros. Esta repetición no es monotonía, sino una forma de variación incesante sobre lo inmutable. En Borges, como en la música o en la poesía mística, la repetición es revelación.

Y sin embargo, su estilo es de una claridad transparente. Como dijo García Márquez, “cuanto más transparente es la escritura, más se ve la poesía”. Borges hizo de esa transparencia su trinchera estética: decía mucho con poco, abría mundos con una oración. Escribía como quien talla un diamante, con la conciencia de que cada palabra pesa. Su austeridad formal es también un acto de respeto hacia el lector: lo invita a ser cómplice de un juego intelectual sin reglas fijas.

La experiencia de leer a Borges se acerca, por momentos, a lo que María Zambrano llamó “la experiencia de la unidad”: ese instante fugaz, anterior al tiempo histórico, en el que el pensamiento racional no alcanza, pero la poesía toca. Borges habita ese espacio. Lo roza. Pero sabe que el hombre, como escribió Marguerite Yourcenar, no puede permanecer mucho tiempo en la unidad sin destruirla. Por eso sus textos son siempre incompletos, simulacros de una totalidad perdida. “La poesía se aferra al instante y no admite la esperanza, el consuelo de la razón”, escribió Zambrano. En Borges, la poesía no consuela: enfrenta.

Víctor Hugo dijo que “un poeta es un mundo encerrado en un hombre”. Borges supo que ese hombre podía ser muchos: Homero, Virgilio, Shakespeare, Quevedo, Kafka. En El hacedor, se vuelve Homero al borde de la ceguera, y en ese tránsito convierte la desgracia en destino, y el destino en mito. Borges es muchos, y en esa pluralidad encuentra su potencia. Su literatura no imita al mundo: lo multiplica.

Borges no fue solamente un escritor. Fue un arquitecto del pensamiento, un narrador del enigma, un filósofo sin sistema. Supo que el lenguaje no revela la realidad, pero que puede convertir su misterio en forma. Y por eso escribió: “La ficción tiene su lado bueno, prueba que las decisiones del espíritu y la voluntad priman sobre las circunstancias”. Ese es, tal vez, su legado más hondo: la certeza de que imaginar es resistir, y que la literatura, aun en su forma más fantástica, es una forma de ser libres.