Bergson y la experiencia del Tiempo
La poesía ha sido, desde sus orígenes, una forma privilegiada de pensar el tiempo. No el tiempo medido por relojes ni organizado por calendarios, sino aquel que se vive, se padece y se recuerda. En esa experiencia, la luz aparece como su correlato simbólico: revelación súbita, presencia intensa, epifanía que irrumpe en la continuidad opaca de los días. Tiempo y luz, entrelazados, constituyen dos de los grandes símbolos de la condición humana, y en la poesía se funden para dar forma a una experiencia que excede la cronología y se abre a la trascendencia.
Henri Bergson ofrece una de las claves más fecundas para comprender esta relación. Para el filósofo francés, el tiempo no es una sucesión de instantes homogéneos, sino duración (durée): flujo continuo de la conciencia donde pasado y presente se interpenetran. “El presente puro es un avance inasible del pasado que devora el futuro; en verdad, toda sensación es ya memoria”, escribe en Materia y memoria. Esta concepción desbarata la idea lineal del tiempo y permite pensar la poesía como el lugar donde la duración se vuelve sensible, donde el instante se espesa y adquiere profundidad.
La luz, en este contexto, no puede percibirse como una claridad visual. Es el signo de una revelación interior. En la poesía, la luz emerge con frecuencia desde la oscuridad: no niega la sombra, sino que la atraviesa. Es descubrimiento y conocimiento, pero también amor y presencia. La luz nombra aquello que aparece por un momento y, al aparecer, transforma la percepción del mundo. El fulgor poético vuelve visibles al dolor y a la conciencia, los integra en una experiencia de sentido.
Bergson afirmaba que el conocimiento verdadero no procede únicamente del intelecto, sino de la intuición, esa forma de acceso directo a la vida que rompe con los esquemas del pensamiento utilitario. La poesía opera precisamente en ese registro. El poeta habita el tiempo, lo intuye. En el instante poético, el tiempo deja de ser una línea y se vuelve profundidad. Por eso, el poema puede capturar una eternidad en un segundo, suspender el flujo sin anularlo, ofrecer una experiencia vertical que rescata la palabra de su desgaste cotidiano.
Esta intuición bergsoniana atraviesa buena parte de la poesía moderna. En Antonio Machado, el tiempo es un río que arrastra la conciencia, pero también una interrogación permanente sobre la esencia de la palabra. El pasado no está detrás: late en el presente como memoria viva. En Pablo Neruda, la luz y la oscuridad se enfrentan para nombrar tanto la injusticia como la esperanza; incluso en un “barrio sin luz”, la palabra poética busca una forma de revelación. En Juan Ramón Jiménez, la fusión entre luz y tiempo eleva la tierra natal a una dimensión intemporal: el instante lírico salva lo efímero y lo vuelve perdurable.
Bergson escribió que “la idea del futuro, preñada de una infinidad de posibilidades, es más fructífera que el futuro mismo”. La poesía comparte esta lógica: vive más en la promesa que en la posesión, más en la esperanza que en el cumplimiento. La luz poética no es la del mediodía inmóvil, sino la del alba o el crepúsculo, esos momentos en que el tiempo se vuelve sensible y la conciencia percibe su propio tránsito.
De ahí que el tiempo, en poesía, sea a menudo invención. No porque sea irreal, sino porque es creación de sentido. “El tiempo es invención y nada más”, dice Bergson, y la poesía confirma esta afirmación al transformar la duración interior en forma, ritmo e imagen. El poema no representa el tiempo: lo crea, lo modula, lo reinventa desde la experiencia vivida.
Algunos —diría Bergson— desarrollan un “sistema inmunitario espiritual” que los lleva a percibir que algo no encaja, a buscar una realidad más honda. El poeta es uno de ellos: alguien que sigue el corazón antes que la multitud, que elige el conocimiento interior frente a los velos de la ignorancia.
Tiempo y luz, entonces, no son sencillamente temas poéticos: son modos de pensamiento. En la poesía, la luz revela lo que el tiempo oculta; el tiempo da espesor a la luz. Juntos permiten una comprensión más profunda de la existencia, una experiencia en la que la fugacidad no excluye la eternidad, y donde cada instante —si es verdaderamente vivido— puede contener el resplandor de lo absoluto.
“Los ojos sólo ven lo que la mente está preparada para comprender”, escribió Henri Bergson, y en esa afirmación se cifra también el destino de la poesía. El poema no impone simplemente una visión: dispone la conciencia para recibirla. Afina la mirada, dilata el tiempo interior, vuelve visible aquello que siempre estuvo ahí pero no sabíamos nombrar.