Mutualidad

¿Permitió el Estado un sistema que condena a miles de mutualistas a pensiones indignas?

Fotografía de la lucha por una Pasarela al RETA sin restricciones

Abogados, arquitectos, procuradores e ingenieros que cotizaron durante años en mutualidades profesionales en lugar de en el RETA descubren ahora que sus pensiones no superarán los 300 o 400 euros mensuales. Más de 65.000 mutualistas alternativos en España afrontan una jubilación de precariedad, atrapados en un sistema de capitalización individual que el Estado permitió sin garantías mínimas.

Durante décadas, España ha sacado pecho de tener uno de los sistemas públicos de protección social más sólidos de Europa. Sin embargo, bajo esa apariencia de seguridad, se esconde una grieta que amenaza con devorar la vejez de miles de profesionales que creyeron estar protegidos. Son los mutualistas alternativos: abogados, arquitectos, procuradores, ingenieros… que confiaron en sus mutualidades como salvaguarda de su futuro. Hoy muchos descubren que su pensión no bastará ni para pagar el alquiler.

¿Cómo ha podido suceder esto? ¿El Estado ha permitido este desastre? Para entenderlo, hay que remontarse a una maraña de intereses, decisiones políticas y silencios institucionales que han marcado el destino de un colectivo muy importante de nuestro país.

Una arquitectura legal que sembró la trampa

En la España de posguerra, cuando no existía la Seguridad Social pública, las mutualidades eran un mecanismo de supervivencia. Profesiones liberales, colegios profesionales o empresas crearon sus propios sistemas de previsión social. Durante años, el sistema funcionó bajo el principio de reparto: todos pagaban a un fondo común y de ahí se sufragaban las pensiones y prestaciones.

Con la llegada de la Ley de Seguridad Social de 1966, empezó un proceso de integración de esos sistemas privados en el régimen público. Sectores como la minería, el metal, la banca o diversos gremios industriales se fueron sumando progresivamente. En cada caso, el Estado reconoció los periodos cotizados y el capital aportado, garantizando que ningún trabajador quedara desprotegido.

Sin embargo, en las profesiones liberales, las mutualidades resistieron la integración. Hasta 1995, estar en la mutualidad era obligatorio para poder ejercer, y estaba prohibido inscribirse en el RETA (Régimen Especial de Trabajadores Autónomos). Quienes hoy sufren las consecuencias son precisamente quienes empezaron a ejercer antes de esa fecha.

El paso letal a la capitalización individual

Todo cambió en 1995, cuando la normativa española obligó a las mutualidades profesionales a transformarse en sistemas de capitalización individual. Hasta entonces, los mutualistas tenían prestaciones definidas: sabían exactamente cuánto cobrarían de pensión o qué recibirían en caso de incapacidad o viudedad.

Pero el paso a la capitalización individual, cambio que la Mutualidad de la Abogacía hizo efectivo en 2005 y en la de Procuradores en 2012, significó algo radicalmente distinto: cada profesional debía generar su propia “hucha” de jubilación. Desde ese momento, las pensiones dependían estrictamente de cuánto pudiera ahorrar cada uno. El Estado aprobó este modelo con la confianza de que los fondos privados serían capaces de sostenerlo. Pero no lo fiscalizó lo suficiente.

El Consejo General de la Abogacía Española —órgano máximo de representación de los abogados en España— llegó a encargar un informe técnico en 2005, conocido como el Informe Mercer, que advirtió de que el sistema no podría ofrecer pensiones dignas. El documento, según ha confirmado El Diario de Madrid tras contrastar varias fuentes colegiales y documentos internos, alertaba de que, incluso cotizando cantidades similares a las de un autónomo en el RETA, los abogados mutualistas recibirían prestaciones muy inferiores.

El silencio institucional

Pese a conocer el informe, ni el Consejo General de la Abogacía ni el Estado activaron medidas para proteger a los mutualistas. De hecho, según documentos consultados por este diario, solo el Colegio de Abogados de Zaragoza informó oficialmente a sus colegiados sobre las consecuencias del paso a la capitalización individual. En esa ciudad, casi todos los profesionales se pasaron al RETA.

En el resto de España, la abogacía institucional mantuvo un discurso de tranquilidad. A los colegiados se les transmitía la idea de que la mutualidad era segura y flexible, capaz de ofrecer mejores prestaciones si se hacían aportaciones extraordinarias. Lo que nadie explicó es que, aunque aumentaran sus cuotas, ya no tenían garantizado un mínimo como antes.

Desde el punto de vista legal, podría considerarse al Estado fue el responsable último. Fue el legislador quien exigió la transformación de las mutualidades en entidades de capitalización individual. Y también quien dejó a los mutualistas sin un mecanismo para integrarse automáticamente en la Seguridad Social. Mientras que en otros sectores se habilitaron procesos de integración con reconocimiento de derechos, aquí no existió esa pasarela. Nadie explicó qué pasaba si el profesional quería dejar la mutualidad: lo que ocurría es que lo perdía todo, salvo lo acumulado desde cero en su cuenta individual.

Un negocio millonario que también explica el silencio

¿Por qué nadie dio la voz de alarma a nivel nacional? Una de las explicaciones está en la magnitud económica que las mutualidades representan. La Mutualidad de la Abogacía, por ejemplo, gestiona actualmente un patrimonio superior a los 11.000 millones de euros, según sus últimas cuentas anuales auditadas de 2022. Invierten en bonos, fondos de inversión, inmuebles y poseen empresas filiales aseguradoras.

Es un volumen de capital que, en términos financieros, coloca a la mutualidad como uno de los actores más relevantes del ahorro institucional en España. Esa dimensión económica ha generado intereses cruzados, en los que algunos cargos de la abogacía institucional —decanos de colegios, miembros de juntas directivas— han ocupado o pasan a ocupar puestos en órganos de gobierno de las mutualidades o de sus empresas adyacentes. Un fenómeno de puertas giratorias que, aunque legal, alimenta la sospecha de que primó la estabilidad de estas instituciones por encima de los derechos de sus mutualistas.

Esta información ha sido corroborada por análisis del Registro Mercantil, documentos internos de la Mutualidad de la Abogacía y declaraciones de fuentes profesionales independientes consultadas por este diario.

La brecha de las pensiones

Los mutualistas alternativos, en su mayoría profesionales de rentas medias y altas, se encuentran ahora ante un escenario dramático: tras décadas de cotización, muchos recibirán pensiones que rondan entre 300 y 400 euros mensuales. Según cálculos de plataformas de afectados como Pasarela al RETA y asociaciones de arquitectos y procuradores, el déficit de pensiones afecta a unas 65.000 personas en toda España.

Lo más grave es que los mutualistas no tienen derecho a los complementos a mínimos que sí perciben los jubilados del sistema público. Es decir: ni siquiera el Estado garantiza a estos profesionales la pensión mínima que se considera necesaria para vivir dignamente.

Además, hasta 2012, quienes estaban en mutualidades tampoco tenían derecho a la sanidad pública. Muchos pagaron durante años seguros privados además de sus cuotas obligatorias, duplicando su gasto en protección social.

¿Qué posibles soluciones hay?

La integración en el RETA con reconocimiento de derechos se ha producido en otros sectores sin grandes complicaciones. Así sucedió, por ejemplo, con mutualidades de la minería, el metal o empresas privadas. En esos casos, el Estado reconoció los años cotizados y las aportaciones realizadas, y asumió parte del coste de la transición.

En el caso de los mutualistas alternativos, la clave está en la Disposición Transitoria 21ª de la Ley General de la Seguridad Social, que contempla expresamente la posibilidad de integrar en el régimen público a colectivos protegidos por mutualidades. Sin embargo, esa puerta nunca se ha abierto para las profesiones liberales. Ni el Ministerio ni las propias mutualidades han impulsado el proceso, por razones económicas y políticas.

Actualmente, la proposición de ley que tramita el Congreso —impulsada por el PSOE— ha sido calificada de insuficiente por numerosos colectivos. Según el borrador conocido por este diario, la propuesta permitiría que algunos mutualistas “compraran” años de cotización al RETA utilizando sus ahorros en las mutualidades. Pero no reconoce derechos adquiridos ni contempla integración automática. Además, deja fuera a grupos vulnerables como viudas, pensionistas con hijos discapacitados o profesionales ya jubilados.

Un dilema ético y económico

La situación coloca a España ante un dilema moral: ¿puede el Estado mirar hacia otro lado mientras miles de ciudadanos quedan condenados a una vejez en la indigencia tras haber cotizado toda su vida?

En palabras de juristas consultados, estamos ante una posible vulneración del principio constitucional de igualdad. No se puede tratar de forma peor a profesionales que han cotizado durante décadas que a otros trabajadores que, incluso sin haber cotizado lo suficiente, reciben un complemento a mínimos por parte del Estado.

Más allá de la legalidad, la cuestión es ética. Mientras las mutualidades siguen gestionando miles de millones de euros y generando beneficios, sus mutualistas enfrentan un futuro incierto. Y cada día que pasa sin una solución, más profesionales alcanzan la edad de jubilación para descubrir que su pensión no basta ni para pagar la luz.

El tiempo juega en su contra

Si nada cambia, los próximos años serán dramáticos para miles de mutualistas. No se trata solo de abogados en grandes bufetes. El 80% de los despachos profesionales de abogados en España están formados por entre uno y tres profesionales, según datos del Consejo General de la Abogacía. Muchos son autónomos que viven al día.

Mientras, las plataformas de afectados preparan una gran manifestación en Madrid el próximo 27 de septiembre. Será su forma de recordar a la sociedad y a los legisladores que no se trata de privilegios, sino de derechos básicos, y que en un Estado de Derecho nadie debería trabajar hasta los ochenta años por miedo a morirse de hambre.