Cuando la oscuridad ilumina: el trayecto de ser humano
No es noticia hablar del apagón que ocurrió el pasado lunes. Pero sí lo es hablar de lo que provocó en muchos jóvenes: una sensación inesperada, casi contradictoria. Aunque al principio hubo preocupación, pronto llegó el alivio. Muchos se sintieron, por un breve instante, liberados de las cadenas invisibles de la vida cotidiana. Porque hoy en día, vivir en el mundo moderno es estar condenado a la producción constante, al consumo inmediato, sin tiempo para disfrutar los frutos de nuestro esfuerzo.
La tecnología — especialmente la comunicación instantánea y la navegación digital — nos conecta, pero también nos esclaviza. Nos da "luz", sí, pero no para alumbrar el camino correcto, sino para cegarnos. Nos deslumbra, nos borra, y nos deja sin sombra, como si nunca hubiéramos estado realmente presentes.
Escuché a jóvenes decirme que se sintieron tristes cuando volvió la electricidad. Fue como si una sentencia se reanudara. Muchos jamás habrían imaginado sentir esto, pero al estar unos minutos afuera, sin vigilancia, sin pantallas… comenzaron a preguntarse: ¿Así era la juventud para sus padres? ¿Por eso decían que nunca volverías a ser tan libre como lo eras cuando eras joven?
En ese momento comprendimos algo fundamental: nos han robado una forma de libertad que nunca supimos que nos faltaba. Una libertad de estar, de no ser observados ni interrumpidos por notificaciones. Una libertad de contemplar sin distracciones, de vivir sin necesidad de validación externa. Pero ya estamos de vuelta. De vuelta a la rutina, a la estructura de la que parece imposible escapar.
En febrero, unos días antes de que se cumplieran tres años desde el inicio de la guerra en Ucrania, asistí a una protesta ucraniana porque me di cuenta de lo que realmente importa en mi vida: apoyar y defender aquello por lo que mi país ha sangrado. Me di cuenta de que la libertad no es una abstracción, sino una responsabilidad y un compromiso profundo. Sin embargo, los medios de comunicación son tan invasivos que nos desvían constantemente de lo esencial.
Me rompió el corazón ver cómo, al pedir a los jóvenes ayuda para sostener un cartel, simplemente querían tomarse una foto y marcharse. Sacarse una foto no representa una postura, ni una rebelión real. Nos hemos acostumbrado tanto a externalizar nuestras experiencias que ya no las interiorizamos, dejamos de permitir que las ideologías y los valores guíen nuestras acciones y transformen la sociedad.
Por eso, aunque muchos jóvenes hoy sean más informados, el vínculo social — que antes surgía de memorias compartidas — se ha vuelto secundario frente al acto de grabar. Lo que temo es la relación distorsionada con la vida misma. Porque, en el fondo, muchas de las ansiedades que sufren los jóvenes nacen de la ausencia de una base interna sólida desde la cual pueden determinar su propio trayecto.
Y justamente ahí es donde los regímenes autoritarios buscan atacar: explotan la tolerancia y la confusión sobre qué es relativismo cultural y qué es violación de derechos humanos. Lo disfrazan como “diferencias culturales” para justificar abusos inaceptables.
Es fundamental recordar que los derechos humanos no nacieron de leyes impuestas desde afuera, sino de la dignidad intrínseca del ser humano. Si perdemos esa fundación, normalizamos la injusticia, aceptamos el abuso como tradición y justificamos la opresión bajo el nombre de la diferencia cultural.
La verdadera resistencia empieza dentro de nosotros: en el compromiso de no dejar que las herramientas tecnológicas nos vacíen la memoria colectiva. Solo así construiremos una sociedad en la que la dignidad no dependa del contexto, sino de nuestra capacidad de recordarnos lo que somos y lo que jamás debemos dejar de ser – humanos.