El gran apagón
Mientras algunos ciudadanos se atragantan, sufren infartos o directamente mueren, el gobierno -ese que alimenta, engorda y proporciona medios a sus ministros y familiares para que se entreguen al consumo de drogas, prostitutas, corruptelas y subvenciones- demuestra una vez más su inutilidad absoluta.
Los responsables de Sanidad, Transportes, Interior y prácticamente todos los ministerios continúan sin ser capaces de aprobar una legislación que obligue, con carácter de urgencia, a que todos los espacios de uso público -restauración, ocio, transporte, comercio, oficinas, guarderías, colegios, universidades, residencias, estamentos oficiales, bancos, museos, comunidades de propietarios, farmacias, fábricas, exposiciones y, en general, cualquier negocio abierto al público, sea cual fuere su actividad- estén equipados con aparatos antiatragantamiento y desfibriladores.
La excusa, como siempre, será el coste, pero el coste real lo paga el ciudadano con su vida. Las residencias de ancianos, por ejemplo, donde los atragantamientos son frecuentes y muchas veces mortales, siguen sin estos dispositivos salvo en contadas ocasiones donde algún gerente responsable ha decidido actuar por voluntad propia. Y eso, sencillamente, es inaceptable.
El último apagón ha demostrado con crudeza las carencias de un sistema que sólo funciona para engordar a sus élites. Muchos hospitales apenas contaban con otros generadores aparte de los que daban cobertura a quirófanos, dejando fuera cocinas, ascensores y servicios esenciales. Como resultado, los enfermos recibieron la comida tarde - cuando la recibieron- y hubo personas conectados a respiradores que murieron por la falta de energía.
¿Qué tipo de país permite que eso ocurra sin que al día siguiente se tomen medidas?
Es imprescindible que el gobierno imponga la obligación de contar con generadores capaces de suplir el suministro eléctrico en todos los servicios considerados básicos, al menos durante 72 horas. No puede dejarse al criterio del empresario o de la administración de turno lo que está en juego cuando lo que se pierde es una vida humana. En cambio, lo que sí hace el gobierno es vaciar los bolsillos del contribuyente a impuestos para luego ver cómo algunos de los suyos despilfarran el presupuesto público en auténticas depravaciones.
En un país serio, ya se habría creado una comisión independiente - formada por profesionales, no por políticos- para estudiar el impacto colateral que tienen los apagones en infraestructuras críticas, como los ascensores, y para buscar soluciones técnicas que no supongan un coste desorbitado. Porque también es una cuestión de previsión y de voluntad: si se quiere, se puede. Y si no se quiere, lo que queda es negligencia.
No olvidemos que ante un apagón, el 90% de los sistemas de alarma quedan inoperativos, incapaces de enviar la señal a las centrales receptoras. Eso abre la puerta al caos, al pillaje y a la delincuencia. ¿Quién va a garantizar la seguridad ciudadana si hasta la policía queda neutralizada, sin medios de comunicación ni movilidad? Es necesario pensar, por ejemplo, en medios de movilidad policial o en planes logísticos específicos para este tipo de emergencias.
Todo esto se podría compensar con medidas bien pensadas que garanticen una mínima operatividad de los servicios esenciales. Pero nada se ha hecho. Una semana después del apagón, no se ha encendido ni una sola luz de alerta institucional, más allá de las recomendaciones genéricas sobre el famoso "kit de emergencia". Pero eso no basta.
Necesitamos planes reales, recursos disponibles, procedimientos claros.
Este apagón nos ha dejado lecciones de vida y muerte: la tarjeta de crédito no sirve cuando el sistema cae, el dinero en efectivo es imprescindible, los vehículos eléctricos quedan reducidos en cuanto a autonomia, las centrales nucleares se vuelven esenciales, y las grandes superficies y gasolineras deben tener obligatoriamente generadores.
Sin todo esto, cualquier emergencia se convierte en una catástrofe.
En definitiva, más allá del "kit", urge una estrategia nacional seria y coherente que garantice que, cuando vuelva a suceder -porque volverá a suceder- no cueste vidas, no se colapse el sistema sanitario y residencial, no reine el caos, y lo básico, aunque sea a duras penas, siga funcionando. Porque eso es lo mínimo que un gobierno decente y responsable -como una vez reclamó el que ha resultado ser el más indecente de todos- debería asegurar.