La cultura convertida en jarabe: la nueva ley de Sumar
Ayer conocíamos que Sumar quiere tramitar una Proposición de Ley “para una cultura que cuida”, que incluye numerosas referencias sanitarias y que comienza su exposición de motivos con esta frase: “La salud de las personas no sólo depende de los cuidados que reciben a través del sistema sanitario, sino que está claramente influenciada por los diferentes factores sociales, económicos, laborales, ambientales, culturales, geográficos y educativos. Es decir, los contextos donde nacemos, crecemos, nos relacionamos, jugamos, nos educamos o trabajamos influyen en nuestra biología, en cómo pueden llegar a expresarse diferentes enfermedades, en la calidad de nuestra vida y en el pronóstico y evolución de dichas enfermedades cuando aparecen”.
Hay una vieja frase de Montesquieu que rezaba: «Los imperios perecen por la misma causa que los hace nacer: la excesiva concentración de poder». Pues bien, asistimos hoy al parto de otro desvarío normativo que no solo concentra poder, sino que pretende meterse hasta en la última rendija de nuestras vidas, esta vez bajo el pretexto de “cuidarnos”.
La autodenominada Ley para una Cultura que Cuida que Sumar ha parido con fervor misionero, es el enésimo intento de la izquierda de meternos en la cabeza que hasta ir al teatro es, en realidad, un acto médico. Su retórica rebosa palabras grandes: “ecosistemas culturales como activos de salud”, “prescripción social”, “cohesión social” y “equidad”. Todo muy hermoso, si uno logra no morir ahogado en semejante océano de tópicos progres.
La ley convierte la cultura en una especie de jarabe para el alma, recetado por el Estado como si fuera paracetamol. Los médicos, esos que apenas dan abasto con las listas de espera, ahora tendrán que “prescribir activos culturales” a pacientes con ansiedad o estrés laboral. Imagino al traumatólogo recomendando zarzuela para la lumbalgia, o al psiquiatra sugiriendo visitas al museo para curar un trastorno obsesivo. Si esto no es delirante, que venga Hipócrates y lo vea.
No contentos con medicalizar la cultura, los redactores de esta ley se arrogan la potestad de redefinir lo que es un museo, imaginándolo como “un bosque, un espacio artístico en el que un simple paseo ya genera salud y belleza”. Y aquí uno empieza a sospechar que quizá el legislador se ha excedido con ciertos activos culturales de efecto psicotrópico, con su propia patología y efectos secundarios como el llamado síndrome de Stendhal.
Resulta enternecedor su visión de un Estado paternal que decide por nosotros qué cultura debemos consumir y, de paso, se reserva la coordinación interministerial y de las comunidades autónomas para gestionar hasta el último cuarteto de cuerda. Porque, claro, semejante delirio requiere “órganos de coordinación”, “comisiones interministeriales” y “redes de infraestructuras sanitarias y culturales”. Más burocracia, más gasto, menos libertad.
Por supuesto, todo esto se financiará —cómo no— con cargo a los Presupuestos Generales del Estado. En otras palabras: lo pagaremos todos. Así que no solo deberemos soportar sus dogmas culturales, sino también sufragar sus ocurrencias.
Nada de esto es inocente: el presupuesto público que debería ir destinado a la sanidad y a la atención sanitaria, que junto a la educación representan los mayores porcentajes de los presupuestos públicos de una Nación civilizada, podrían acabar en subvenciones a creadores ideologizados de una supuesta cultura sanadora, en lugar de ir destinado a tratamientos médicos y atención sanitaria
Cuando en una ley la exposición de motivos es mucho más larga que su parte dispositiva, hay que echarse a temblar. Y ésta rebosa ideología por todos su poros: afirma sin rubor que uno de los principios rectores de la política sanitaria será promover “un sentido de pertenencia y apropiación de los recursos culturales”; y otro: “impulsar la implicación activa de la comunidad en la gestión, diseño y programación de los programas de salud”. De ahí a tratar dolencias como desviaciones sociales va un paso.
El artículo 8 es especialmente peligroso, pues pretende socializar los recursos de la Atención Primaria, convirtiéndolos en “Atención Primaria Orientada a la Comunidad” y prescriptora de activos culturales. Es decir, que cuando un paciente acuda a la Atención Primaria se le recetará un paseo por un museo, en el mejor de los casos, después de una reunión vecinal participativa que decida si su dolencia es social o cultural.
Conviene recordar, como escribió Ortega y Gasset, que «El hombre masa siente apetito de intervenir en todo, de imponerse y de dirigir». En eso andamos. Pretenden dirigirnos incluso en lo que escuchamos, vemos o leemos, y vestirlo de salud pública.
Esta ley es puro paternalismo con barniz “woke”. Es la cultura reducida a terapia y el ciudadano tratado como menor de edad incapaz de decidir si quiere leer a Cervantes… o quedarse en casa viendo una telenovela. Al final, lo que debería ser libertad —la cultura— se convierte en otra correa más para atar nuestras vidas al dogma estatal.
Y lo peor de todo es que nos lo venden como si nos estuvieran haciendo un favor.