Venezuela en la encrucijada
Era el año 2005 cuando arribé a Venezuela para una estadía presumiblemente larga. Se prolongó por un período de cinco años que fueron intensos, cargados de emociones y muchas experiencias que me permitieron conocer hondamente aquella realidad social.
Ya había accedido al poder Hugo Rafael Chávez Frías, tras una fallida asonada militar en el año 1992 contra el gobierno del socialdemócrata Carlos Andrés Pérez. Fue algo más tarde, ya transcurridos seis años en la presidencia, cuando «el bocón de Barinas» —así llamado por su incontinente verborrea—, comenzó a enseñar la patita tras unos años de aparente suavidad en sus ocurrentes y estrambóticas políticas populistas.
No sé realmente cuanto pudieron tener de corresponsables en lo que luego aconteció, pero por allí aparecieron entonces y coincidiendo con el endurecimiento y radicalización de su gestión, unos jóvenes politólogos españoles bajo el auspicio del CEPS (Centro de Estudios Políticos y Sociales), —organización adscrita a la Universidad de Valencia, dedicada a asesorar a diversos gobiernos latinoamericanos y posterior embrión de Podemos—, que gozaron del apoyo absoluto del gobierno Chávez. Al punto, que uno de aquellos jóvenes, de nombre Juan Carlos Monedero, tuvo despacho en el mismo Palacio de Miraflores casi al lado del Presidente y, según testimonios de algunos que por allí pululaban, se convirtió en un pequeño Rasputín áulico, —«sardesco» le decían—, que alcanzó un protagonismo y reconocimiento extraordinario, alabado en público por el propio Chávez en alguna de sus interminables alocuciones dominicales, “Aló Presidente”.
Surgió entonces una nueva corriente ideológica bautizada como Socialismo del siglo XXI, inspirada en las ideas de Simón Bolívar y se pisó el acelerador de la llamada Revolución Bolivariana. A partir de ahí se revisó la Constitución, se añadió una estrella a la bandera, se modificó el horario en 30 minutos, se hizo girar en la estatua ecuestre el sentido de la cabeza del caballo del «libertador» —para que mirase a la izquierda y no a la derecha—, se autoconcedió leyes habilitantes por meses y meses, comenzaron las invasiones de tierras, las expropiaciones de hatos ganaderos y los ataques a todo lo que fuera libertad de empresa, libertad de opinión y libertad de expresión. A la libertad, en definitiva.
A los dueños de tierras —en gran parte españoles, portugueses e italianos que trabajando duro habían conseguido establecerse exitosamente en el país— se les insultaba y despreciaba desde la cadena televisiva oficial con los calificativos de «majunches» —poca cosa—, «sifrinos», «escuálidos» o «enemigos de la patria». Y comenzaron los ataques despiadados desde el gobierno; eso sí, en nombre del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.
Por cierto, el término «escuálido», escupido a modo de denuesto contra la clase media, deriva del sustantivo «escualo» —tiburón—, pero defectuosa y torpemente adaptado.
El enfrentamiento estaba servido. Y mientras, la oposición venezolana dividida y a uvas.
Y con el sofisma del socialismo del siglo XXI —por cierto, magníficamente vendido por la estrella televisiva del momento—, cualquier cosa que se hiciera gozaba del beneplácito de una parte de la población porque se les decía que era para defenderse del oprobioso y mezquino imperio. Todo lo malo era culpa del imperio y había que cerrar filas contra ese diablo insaciable y depredador escondido en la tan cacareada piel imperialista.
¿No les recuerda a lo que aquí ahora hacen con el incesante manoseo de la ultraderecha, los pseudo medios, los fachas con toga o la figura de Franco?
Prosigamos. Sin embargo, a pesar de hacerse todo aquello bajo una falsa y manipulada doctrina bolivariana —porque Simón Bolívar nunca fue comunista— y orientada hacia unas políticas benefactoras de los desfavorecidos, lo cierto es que el pueblo seguía igual de mal y, salvo algunas misiones que realmente supusieron algo de mejora para los ciudadanos —misión Barrio Adentro: médicos cubanos en los barrios, o misión Mercal: mercaditos a precios preferentes—, nada significativo cambió. Porque la tajada mayor del pastel que suponían los inmensos ingresos petroleros, se la quedaba el gobierno, los empresarios afines, los políticos de la causa y toda la maraña de asesores cubanos que por allí se movían. De tal suerte, se estrecharon lazos entre Cuba y Venezuela —jugaron incluso con la idea de una fusión entre ambos países y hasta nombre había, «Cubazuela», pero no cuajó. Chavez regalaba gas y petróleo y Fidel le enviaba asesores, médicos e inteligencia militar. Se había conformado una dupla siniestra y maléfica.
Surgió una casta de nuevos ricos, la boliburguesía. Todos, sin excepción, formada por amigos, militares corruptos, proveedores y facilitadores de negocios y chanchullos del nuevo régimen establecido. Eso sí, con camisa roja, carnet del PSUV (partido socialista unificado de Venezuela), amigos de la narcoguerrilla FARC y muy revolucionarios… pero de whisky y billetera.
Y a todo aquello, la oposición venezolana seguía a uvas y discutiendo sobre el sexo de los ángeles.
El endurecimiento de las decisiones políticas y la vulneración de derechos individuales, la colonización de todos los poderes del Estado, la influencia cubana, la creciente presencia de Rusia, China e Irán en el llamado «arco minero» recibiendo concesiones de oro, plata, diamantes, coltán y uranio, hizo que se fueran dando pasos, desde un régimen inicialmente autoritario, hacia otro de marcado carácter dictatorial. Aunque —es importante reseñar —aún no lo era del todo, pues se conservaba la fórmula electoral.
— «Pues nada —dirían Diosdado Cabello, Delcy o Jorge Rodriguez a Maduro, engañando una vez más a la necia y mediocre diplomacia USA que levantó sanciones y excarceló a conocidos narcotraficantes venezolanos familiares de Cilia, esposa de Maduro, con la promesa de un proceso electoral limpio—, convocamos elecciones, previamente inhabilitamos a María Corina Machado del modo que hicimos con Leopoldo López, Antonio Ledezma y antes con Manuel Rosales, para que no pueda presentarse y, si con todo, aún los resultados no fueran favorables a nuestras pretensiones, nos guardamos las actas, desoímos los resultados y asunto concluido; que chillen y pateen, que nosotros tenemos la fuerza y el comodín de Vladimir Padrino —general jefe de las Fuerzas Armadas—».
Y así sucedió.
Y yo me pregunto, ¿es que alguien cabal y que no fuera de una ingenuidad rayana en la más tierna tonticie, pensaba que un régimen comunista —con Cuba, Rusia, China e Irán asesorando— iba a entregar el poder?, ¿conocen algún país comunista que lo haya hecho?
Lamento no haberme equivocado cuando algunos amigos me preguntaban, los días previos al 10 de enero, qué ocurriría. Siempre les repetía lo mismo: pues nada, que Maduro seguirá con el apoyo del Cártel de los Soles —narcomilitarismo—.
Recuerdo que allá por el año 2005 los venezolanos decían, a pesar de los pasos que se estaban dando y resultaban evidentes, que en su país no podía ocurrir lo de Cuba. Y nosotros, españoles, hoy, pensamos que aquí no podrá ocurrir lo de Venezuela. ¿Por qué?
Espabilen señores: es el comunismo. Lo tenemos dentro y con aliados, dinero y bastantes medios de comunicación a su servicio.
Y ahora, visto lo acontecido, sólo cabe reflexionar y preguntarse —dado que Venezuela «saltó la talanquera» y ya forma parte de las dictaduras comunistas declaradas y sin máscaras ni disfraces—, si hay alguna fórmula para que pueda retornar a la senda democrática y reconvertirse en un estado de derecho.
Pues la verdad es que un servidor —dado que la dictadura venezolana, a diferencia de los otros países mencionados aún no está absolutamente consolidada—, sólo vislumbra, por una parte, la presión internacional total, sin fisuras y, por otra, manifestaciones masivas, sin retorno, en las principales ciudades venezolanas, con Caracas llevando el timón hasta conseguir derribar el régimen —tipo rodea Miraflores o primaveras árabes—, donde la propia policía y ejército no se atreverían a disparar contra su pueblo por la terrible masacre que tan dramático hecho fuera a suponer.
Y hasta dos frases, precisamente del mismo Bolívar, habría que sacar a la luz en ese camino a la victoria y desde aquí sugiero: «Cuando la tiranía se hace ley, la rebelión es un derecho» y «Maldito el soldado que apunta el arma contra su pueblo»
De otra suerte, con lágrimas en los ojos e ira en el corazón, solo quedará echar la trapa y preparar la mortaja.
Y mientras…, nosotros españoles, aquí, a uvas.