El valor del olvido
La poesía y la música son dos formas de olvido, así como el agua del río va puliendo las piedras, así también la melodía y el verso van despojando de memoria a quien se acerque a escucharlos. Son como una lija que raspa hasta la médula de la madera donde están los recuerdos más lejanos. Por eso Paul Valéry pensaba que “poesía es olvidar para poder recordar”, porque sólo merced al olvido es posible recordar las emociones vírgenes de la infancia, la poesía en su estado químicamente puro. Entonces la melodía y el verso se convierten en un conjuro mágico, consiguiendo que olvidemos por un momento quiénes somos, para recordarnos quiénes verdaderamente somos: el Atman de los Brahmanes, aquello que está detrás de la máscara social, más allá de lo que podemos observar de nosotros mismos. De ahí el carácter sagrado de la emoción estética, olvido y recuerdo simultáneos, ir a la infancia más remota y regresar en un instante, ir al paraíso y morder el fruto, llegar hasta donde se estremece la piel para convertirse en lágrima.
El olvido de la melodía y el verso no sólo consigue evadirnos de nuestra realidad, sino que también tiene un poder creativo, cuando el juglar olvidaba un verso inventaba otro para salir del paso, esto dio lugar al paralelismo, que en principio es un recurso mnemónico, pero que se convirtió en uno de las más bellas formas poéticas plenas de musicalidad.
Para Menéndez Pidal el olvido es creativo y fundamental en la tradición romancística.
Antonio Machado va a coincidir con el filólogo en su apreciación del olvido, “mi maestro exaltaba el valor poético del olvido –decía Juan de Mairena- merced al olvido puede el poeta […] arrancar las vísceras de su espíritu, enterradas en el suelo de lo anecdótico y lo trivial, para amarrarlas más hondas, en el subsuelo o roca viva del sentimiento.” El olvido en la copla flamenca cobra forma: “Y yo te tengo apuntá / en el libro del olvido.” Como si el lienzo del olvido fuese un palimpsesto, que necesitara del mismo olvido para borrarse, o como si fuera lienzo oscuro de la Pena, sobre el cual se alzara el cante para herir a la muerte sin dejar rastro.
Sería insoportable vivir como Funes el memorioso sin el olvido; no obstante en el mundo en que vivimos de una manera frenética es imperativo recordarlo todo, tomar fotografías de todo, recordar calles, nombres, apellidos, fechas, cifras, contraseñas, claves, direcciones para no perdernos; el olvido de la poesía, en cambio, es una invitación a perdernos, a olvidar nuestro nombre y perdernos en otro tiempo fuera del tiempo, en un instante, perdernos de nosotros mismos, perder nuestras coordenadas, la gravedad que nos ata al suelo. La música atonal propone que todas las notas son el centro de gravedad, se trata de una fuga a un mundo donde no hay ni arriba ni abajo. Un compás atonal crea otro tiempo y otro espacio, otra forma de olvido. Escribir un compás de cualquier música es ya olvidarnos del tiempo cronológico. No obstante escribir música responde a esa necesidad occidental de retener lo que inevitablemente es efímero, en la India, en cambio, es el olvido (esa sensación de que algo irrepetible se ha perdido para siempre) el que colma de belleza a la improvisación. Diría José Bergamín que la música cuanto más efímera, más eterna. Podemos decir lo mismo del verso cuanto más breve más silencio nos deja, es decir más eternidad. Pero cuando un repentista improvisa un verso, o cuando un cantor jarocho improvisa una décima, entonces su música y poesía nos invitan al olvido más profundo, al mundo de las cosas irrecuperables, al olvido donde se encuentra la eternidad.