Tiempos de Crispines y Leandros
La verdad es que a estas alturas de la película, a fuerza de decir, denunciar y repetir las mismas monsergas, resulta harto difícil encontrar epítetos para calificar este «sindiós» que está aconteciendo con el Gobierno Sánchez, asuntos familiares incluidos.
Porque el que los políticos mientan o falten a la verdad —por decirlo de forma suave—, y hasta entendiendo que nunca hayan sido adalides del verismo o la franqueza, era algo relativamente cotidiano por más que se tratara de una conducta reprochable. Ahí resuena aún el eco de aquel «OTAN, de entrada NO». Pero, con todo, lo cierto es que se hacía de manera sutil, menos burda y, además, siempre se pagaba un peaje por el embuste cometido.
Pecado venial —diría un creyente— en el supuesto citado y que, al no alcanzar el grado de mortal, al pecador socialista —la historia es tozuda y se repite una y otra vez con los mismos— le cabía la posibilidad de la redención, pues su olvidadizo público le condenaba y perdonaba alternativamente en un ejercicio de infinita resignación o, piensa un servidor, de una muy roma y parva capacidad reflexiva.
Y con esos mimbres y lógicos altibajos se ha venido gestando la cosa política en los últimos cincuenta años. Una política, con todo, de progreso, desarrollo y reconciliación. ¡Que no era poco, viniendo de donde veníamos!
Pero ¡ay amigos míos!, llegó el sanchismo de la mano de los comunistas de Podemos, proetarras e independentistas a los que España les importa en la medida que la puedan destripar y, como en la canción de Carlos Puebla, entonaron al unísono aquello de: «llegó el comandante y mandó a parar». Por cierto, lo del comandante era referido a Fidel Castro, dictador comunista y sátrapa que ha arruinado y desgraciado un país. ¡Por si atisban semejanzas!
Entonces, observar hoy el fotograma de lo que era España y en lo que se está convirtiendo, da tristeza y dolor.
Porque asistir al enloquecido y estrambótico devenir diario; la sarta de mentiras que se dicen desde todas las fuentes gubernamentales; percibir las indisimuladas actitudes autoritarias de ministros, políticos y periodistas de la cuerda del «bulogobierno»; la descarada y desvergonzada cooptación de organismos que deberían ser neutrales respecto al juego político; el desprecio chulesco a la alternancia democrática; los ataques furibundos a instituciones básicas para la democracia —Corona y jueces fundamentalmente—; el legislar claramente fuera de la Constitución pero bajo el manto de «papá porompompero» —el de las togas y el polvo del camino— para, con su pontificia bendición «urbi et orbi» sacralizar lo que haga falta; el asistir —aún incrédulos— a ilegalidades tan escandalosas como la amnistía a condenados por el golpe de Estado en Cataluña o el sobreseimiento a inculpados en la causa de los ERES de Andalucía, donde se robaron 800 millones de los desempleados por parte de responsables socialistas y de la UGT —sindicato hermano—, sin que se haya devuelto un solo duro y, en nuevo dislate superador de lo antedicho y como para cuadrar este infernal círculo de barbaridades y despropósitos, ahí tenemos al Fiscal General del Estado —«tontolabaOrtíz», como le dice mi amigo Juncal—, en un disparatado affaire de teléfonos móviles borrados casi a martillazos y no sé cuantas piruetas más para despistar, encubrir ilegalidades, tapar al «otro», engañar al juez y, ya de paso, a los españoles.
Pues bien, si todo esto es el «acabombe» —que diría la señora Matilde, la madre de Armandín, el pedáneo de mi pueblo—, aún me resulta baladí si lo comparo con la actuación de los sindicatos obreros, en otro tiempo llamados de clase, y ahora habría que inferir «de clase fina», tal como hemos colegido el día de ayer domingo, día 2 de febrero del año 2025. Fecha que quedará grabada en el recuerdo y en los anales de la vergüenza e ignominia del acervo sindical.
Más allá de la ironía —es lo que a veces queda para no mandar todo a la «mierda», Labordeta dixit—, este tema me resulta personalmente lacerante. Y más, para los que en un tiempo —que aunque hace mucho, no fue poco—, compartimos militancia, camaradería y organicidad dentro de las viejas Comisiones Obreras. Y digo con respeto viejas, porque estas de ahora no las conocemos ni en ellas nos reconocemos muchos de los que otrora allí estuvimos, pues nuevos dirigentes —a los que yo más bien calificaría de asentados directivos—, las han convertido en un manchón negruzco, tan irrelevantes como insalvables.
Ayer, tras haber recibido semanas atrás una subvención de 40 milloncejos del gobierno Sánchez —no sé si esto puede tener algo que ver—, las dos organizaciones de trabajadores —supuestamente de clase—, se manifestaron en las principales capitales de provincia para reivindicar …., no se sabe bien qué. Creo que nada, si les soy sincero.
En teoría y tras un tiempo buscando los palos de las pancartas, pues seguro que ya ni sabían donde estaban guardadas, se concentraron para protestar contra el partido de la oposición. ¡Si, como lo han escuchado! Se manifestaron contra el partido de la oposición por no aprobar, por lo visto, un decreto que sí van a aprobar.
¡De locos…!, sería lo más liviano que se pueda decir ante semejante desatino.
Y ayer en Madrid —todavía capital del Reino, mal que les pese a los woke y compañía— y en la Plaza Jacinto Benavente —paradojas de un destino con acertado tino—, concentraron a un escaso grupo de liberados sindicales para vocear contra los partidos de la oposición. ¡Ojo, eso de convocarse contra la oposición y no el gobierno, es propio de las dictaduras!, por si no lo sabían.
Pero lo más singular del asunto es que, visionando el fotograma del acontecimiento, me vino a la cabeza la obra «Los intereses creados» del autor cuya plaza ocupaba el reducido grupo parcantil y en el que, rodeados de micrófonos y protagonismo, estaban sus dos máximos representantes, Álvarez y Sordo, encabezando tan ilógico y absurdo aquelarre.
Con seguridad no conocerían —ni nadie se lo explicó— que en la citada obra de don Jacinto la trama gira en torno a dos truhanes —mira qué coincidencia— Crispín y Leandro, que llegan a un pueblo donde reina la corrupción y con sus artes de pícaros logran ascender en la jerarquía social —pues sí que hay coincidencias, sí—. En definitiva y por abreviar, una magna obra —trasladable a nuestra realidad—, donde se habla de miseria moral, egoísmo e hipocresía. ¡Vamos, que ni pintado!
Pero no, amigos, las cosas no pasan por casualidad y la protesta dominical, arbitraria y descabalada de toda lógica, más allá de picardías, truhanadas, Crispines y Leandros, debe encuadrarse en un acto de coimeada solidaridad y refuerzo militante al bulogobierno sanchista —recordemos nuevamente lo de la mano que da de comer—, al más puro estilo bolivariano y como malhadados colaboradores en destruir a la oposición y con ello la lógica y sana alternancia política.
Y es en esta tesitura —que además de mísera y entreguista me resulta dolorosa y decepcionante—, cuando pienso en otros tiempos cargados de nobles ideales, de sacrificios, de cárcel y con hombres y mujeres que desde su respectiva ideología, conjugaban y complementaban los términos probidad, ética, decencia, nobleza, honradez y sacrificio, con el orgulloso atributo de «sindical».
Hoy, lo único que con rabia y tristeza me viene a la cabeza es: ¡Si Nicolás Redondo o Marcelino Camacho levantaran la cabeza….!
¡Porque yo, con sincera aflicción, sólo puedo bajar la mía!