Sinceridad imposible
Holden Caulfield, un adolescente de 16 años extremadamente sensible, es el protagonista y narrador en primera persona de una famosa novela del escritor norteamericano J. D. Salinger (1919-2010), El guardián entre el centeno (1951). Me atrevería a decir que el tema de la novela, entre muchos motivos centrales, es la imposible sinceridad en las sociedades modernas.
Holden nos cuenta su historia intentando ser lo más sincero posible, pero dentro de su propio discurso se va dar cuenta de que no se puede llegar a ser sincero ni siquiera con uno mismo. El problema de Holden (y de muchos poetas y artistas) con la sociedad radica justamente en el ejercicio de ser plenamente sincero, el cual, a su vez entraña la aguda sensibilidad que va a detectar de inmediato la hipocresía y la mentira. Ambas, en mayor o menor grado, están presentes de manera inevitable en las relaciones humanas. Recordemos que máscara en latín quiere decir persona. Antes de salir al mundo nos ponemos una máscara, y vamos cambiando de máscara de acuerdo a las circunstancias. Quevedo en este sentido escribió que “nunca hay que decir lo que se siente, siempre hay que sentir lo que se dice” apuntando al carácter histriónico de nuestras relaciones sociales, donde el mejor actor, siguiendo el tópico Theatrum mundi, es el que sabe interpretar con más sentimiento su papel. Holden va a invertir la sentencia de Quevedo y se va a presentar en el escenario con una máscara muy delgada, sintiendo siempre lo que dice e intentando revelar de esa manera la verdad. Más aún, no sólo sintiendo lo que dice, sino también haciendo lo que verdaderamente siente. Con este comportamiento Holden consigue que lo expulsen del colegio. El director, lo llama a su oficina y, entre varios preceptos, le dice esta sentencia que va ser fundamental a lo largo de la novela: “la vida es una partida y hay que vivirla de acuerdo con las reglas del juego.” “De partida un cuerno -nos dice Holden-. Menuda partida.” Porque para él, seguir las reglas del juego implicaría dejar de ser sincero, ya que para ser sincero hay que hacer lo que uno siente en ese preciso momento. Dejarse llevar por el deseo y las emociones, implicaría ser plenamente libre y sincero con uno mismo. Esta libertad plena, paradójicamente, acaba por llevar a nuestro personaje al psiquiátrico.
Cualquier cosa que yo quisiera escribir sobre El guardián entre el centeno sería para Holden una mentira. El poeta es un fingidor, advierte Pessoa. Escribir es un diálogo engañoso con las voces que nos habitan, no obstante, es el diálogo más sincero que podamos entablar.
Vivimos ocultando que seguimos siendo niños. Poco a poco nos van enseñando a no sentir, a cerrar la boca, a construir nuestra propia hipocresía.
Fingir es la única manera de mantenerse de pie, en una sociedad donde todo el mundo tiene que estar OK aunque se esté muriendo por dentro; fingir aunque el alma se esté desangrando, para poder seguir las reglas del juego que nos lleven a una posición lo más arriba posible del prójimo.
El guardián entre el centeno coloca las reglas del juego, no sólo ante mirada del personaje, sino también ante nuestra propia perspectiva, en esa lucha entre la verdad y las apariencias, entre las emociones químicamente puras y la responsabilidad, entre el deseo y el deber; nos deja vislumbrar qué tan lejos estamos de ser libres. Hasta qué punto podríamos salirnos del camino para encontrar lo que verdaderamente somos.
¿Podríamos llegar a ser plenamente sinceros? La respuesta está en el viento, en el grito de Edvard Munch, en el suicidio de Virginia Woolf, en el espejo de la locura donde nos miramos al borde del precipicio, donde peligrosamente podríamos reconocernos.