Candela

El rugido de la marabunta

Poca explicación precisa, aparentemente, referir en una columna de opinión lo que es, supone o representa detentar el estatus de pensionista. Pues, como resulta preclaro, acredita la condición de recibir una asignación o mesada del Estado por haber contribuido durante toda una vida de laboriosidad a nutrir, con aportaciones regulares, las arcas públicas en un reglamentado ejercicio de civismo y solidaridad.

Sí, y quiero remarcar aquí, de solidaridad. Porque algo que parece olvidarse es que los que hoy reciben pensión de jubilación —hay otras, pero el colectivo mayoritario representa a este segmento de perceptores— lo hacen en base al criterio de la denominada «solidaridad intergeneracional». Y conviene puntualizar que no se trata de una dádiva o regalía, sino un derecho adquirido, ganado a pulso a base de esfuerzo, cotizaciones y muchos años de trabajo.

La filosofía era que los activos aportaban sus cotizaciones y, en base a tales ingresos, se pagaban las pensiones de los que ya habían cumplido y finalizado su tiempo de actividad. De tal suerte, la rueda del orbe laboral giraba de manera que se evidenciaba aquello de «hombre ayuda a hombre» —ruego se tome la idea y no la literalidad gramatical, a fin de evitar conflictos de género—.

Pues bien, eso que en un principio no suponía problema alguno, e imaginando una romántica escena donde una bucólica noria girase serena, sin estridencias y sacando un agua bebible, límpida y cristalina, según expertos y sesudos economistas, hoy ya no funciona y hay que cambiarla. La noria, el agua y creo, aunque no lo digan, que hasta los pensionistas.

Frecuentemente nos bombardean algunos medios —interesados fabricantes de una opinión sesgada, torticera y réproba— que esto de las pensiones no puede seguir así y el modelo necesita urgente cambio. Y de inmediato y en una operación orquestada aparecen los sanadores del supuesto enfermo, al servicio de espurios intereses, para implementar unas recetas que indefectiblemente van en contra de los pensionistas actuales, de los futuros y los futuros de los futuros. Veamos.

En primer lugar afirman, con hueca solemnidad adobada de estadísticas, terminología técnica y cuentos prefabricados, que la edad de jubilación hay que subirla pues el personal ahora se está retirando muy joven. ¿Es muy joven a los 67 años? Y no les sirve a estos tahúres del sistema, en un ejercicio de desmesura y codicia recaudatoria insaciable, que recientemente se haya subido de los 65 a los 67 años?.

¡Pues no! Es poco, hay que trabajar más…, mucho más.

«Murieron con las botas puestas» tal vez pronto deje de ser el título de un afamado western, para representar la realidad cotidiana donde cualquier anciano —currante, claro, por no haber podido jubilarse— tendrá muchas probabilidades de sufrir un ictus, un infarto o cualquier accidente laboral en su puesto de trabajo. Ya visualizo a esos mayores encaramados al andamio —tras haberse chutado a primera hora sus correspondientes pastillas para el vértigo, colesterol, próstata y, con seguridad, presión arterial—, poniendo ladrillos o en una escalera fijando ventanas al exterior del edificio y casi emulando las gestas cinematográficas de aquel general Custer, aunque aquí sin botas impecables, brillante botonera, pistola al cinto, ni el garboso bigotito recortado de Errol Flynn.

Pero volviendo al tema que nos ocupaba, a esos buitres del sistema, antipensionistas y carroñeros, no les ha sido suficiente con haber aumentado la edad de jubilación recientemente. No. Hay que apretar más, bastante más. Hasta que el gaznate del jubilado o jubilable esté mucho más estrujado aún.

Pues bien, en su imparable y calculada tarea de embaucar, aparecen algunos periodistas —supuestamente expertos en la cosa económica— y, sin recato, vergüenza y como si no tuvieran padres, publican informes realizados por organismos nacionales e internacionales haciendo ver que, en un supuesto ejercicio de civismo y responsabilidad, no se puede, de manera alguna, incrementar las pensiones en la medida que suba la vida. El IPC, para entendernos. Y lo rematan con que tal hecho supone «indexar» las pensiones al incremento de los precios. ¡La gran palabra, indexar!

Pero bueno, ¿y entonces? Si la vida sube un 2,8 %, ¿cuánto me quieren subir?, ¿menos?

Pues sí, amigos, así, por el morro y con toda su desfachatez, le están diciendo que usted, pensionista, que ha cotizado toda su vida para asegurarse una existencia digna al final de la misma, ahora debe asumir resignado y ovejunamente que cada año deberá ser más pobre que el anterior. Y lo justifican apelando a que es la única solución para que no quiebre el Estado.

¡Lo que nos faltaba por escuchar! Resulta que ahora presentan a los pensionistas como culpables de la quiebra del sistema y tienen las gónadas de decirlo en nuestra propia cara. ¡Pocos palos de escoba se han indexado debidamente!

Parece ser que las arcas del Estado sufren apreturas cada mes —como si la economía familiar no— con la paga de los pensionistas y, doblemente, los meses de extraordinaria —y bien que lo remarcan en un evidente ejercicio de sutil inculpación—. Es decir, y para entendernos, lo que hay y a lo que parece ser que contribuimos los malvados pensionistas por no habernos muerto ya, es a un problema de gasto.

Pues bien, si ese es el conflicto ¡reine la paz!, porque aquí les dejo cinco recetas, preguntas y sugerencias que, de ser tenidas en cuenta, aseguro mejorará sustancialmente esa supuesta mengua de dineros que sufre el Estado y, de tal suerte, no tener que seguir «jorobando» a los pobres, achacosos e indexados pensionistas.

1. Reducir de inmediato la ineficiente máquina burocrática de todas esas administraciones paralelas que se solapan con funciones que vienen realizando otras. Un ejemplo: ¿para qué un Ministerio de Sanidad estatal cuando tal cometido está derivado a las autonomías? Y lo mismo con Educación, donde han colocado por ministrín a uno de la cuota comunista, —muy circense él y como recién levantado de la cama—, cuya única gestión que se le conozca es activismo antitaurino. Otra, es la ministra sindicalista «médica y madre» que nada positivo hace, salvo intentar cargarse la sanidad de unos funcionarios a los que detesta y siempre menciona cual si fueran privilegiados. También hay uno por ahí —y de cuyo nombre no puedo acordarme— cuya función principal es gestionar la Agenda 2030 —que sabrá Dios en qué consiste—; y hay otro «que tal baila», nombrado para la Memoria Democrática; es decir, revisar la historia y contar lo de Franco y el 36, lo previo y lo posterior, las veces que hagan falta, con una visión parcial, mendaz y de manipulación absoluta para que se oculten las desmesuras cometidas por Largo Caballero y afines.

2. Por lo tanto, inmediata reducción de ministerios, subsecretarías, direcciones generales, asesores, dietas, puestos de confianza, gabinetes de prensa…, tanto en la administración central, en las autonómicas y en las locales.

3. Supresión inmediata de chiringuitos, instituciones, consejeros de todas ellas y revisión ¡ya, pero ya! de los abusivos sueldos y contratos que se conceden por pura afinidad política e ideológica. ¿Un ejemplo? Pues Broncano y los consejeros de TVE nombrados mientras se inundaba Valencia.

4. Fijación por ley de sueldos a los políticos en todas las administraciones y que no sean ellos quienes se los establezcan a sí mismos, en un indecente ejercicio de onanismo económico. ¡Vaya morrazo los tios!

5. Y como pensar es un sano ejercicio, pues invito a reconsiderar lo siguiente: ¿sirven para algo las diputaciones?, ¿y la mayor parte de autonomías uniprovinciales con todo el séquito que conllevan?, ¿y el enorme parque de coches oficiales?, ¿y los consejos económicos y sociales?, ¿y los diferentes defensores del pueblo de cada autonomía?, ¿y el Consejo de Estado?, ¿y el Senado —aunque en estos momentos sea una especie de salvaguarda—?, ¿y los suntuosos y excesivos gastos de las embajadas?, ¿y todas las subvenciones a infinitos colectivos de incalificable ralea y pelaje que se amontonan bajo el mantra de progre y feminista?, ¿y los gastos en reconvertir la industria clásica a la cosa verde?, ¿y las condonaciones de deuda a las autonomías que se lo gastan superfluamente en políticas de género, cursos de sexualidad, cuando no en abrir embajaditas para colocar a amigos, familiares y afines?

¿Sigo…? No. No es menester, por obvio, referir cosas que aquí todo quisqui ya conoce, aunque malicio que nada de lo sugerido se aplicará.

Por lo tanto, atiendan instituciones, gobiernos, economistas del sistema, juntaletras, y quédense con esto: ¡las pensiones no se tocan!

Porque los que de jóvenes pelearon y corrieron delante de los «grises» gritando aquello de «Amnistía y Libertad», si fuera menester —aunque sea con la cacha, el andador o recurriendo al palo de una escoba (en sus diversos usos)—, lo volverían a hacer.

¡Y son marabunta, indexada, pero marabunta!