Repensar en Colombia una ciudad de 500 años
Por estos días y durante una semana, Santa Marta está de fiesta. La más antigua de las ciudades de Colombia —y la primera fundada en América del Sur que logró sobrevivir a piratas, terremotos, sequías y gobiernos locales— cumple cinco siglos. Se pronuncia rápido, pero han sido 500 años de historia agitada, entre conquistas y naufragios, entre sueños caribeños y pesadillas burocráticas. Lo cierto es que, entre el humo de pólvora y cohetes, el bullicio de los actos cívicos y la improvisación entusiasta de última hora, se abre una oportunidad no para celebrar el pasado, sino para replantear el futuro.
Porque Santa Marta, hay que decirlo con cariño, está desordenada. Como si llevara 500 años esperando que alguien la arregle. Las calles principales a ratos caóticas, y las secundarias en total abandono; los servicios públicos, un lujo en algunos sectores; el agua, una promesa tantas veces postergada que ya parece leyenda urbana. Y, sin embargo, ahí está: altiva, caribeña, bella como una postal antigua, con su Sierra mirando al mar y su gente empeñada en no rendirse.
A los samarios y a los que sin serlo viven en ella, hay que reconocerles algo esencial: su persistencia. Lo han hecho desde el principio. Cuando Rodrigo de Bastidas fundó la ciudad en 1525, obvio, ni él imaginaba lo que vendría. El olvido de la corona española, la resistencia feroz de los pueblos indígenas —tayronas, gairas, mamatocos, chimilas—, los saqueos de piratas ingleses, holandeses y franceses. Pero la ciudad siguió. A veces a tientas, a veces renaciendo desde las ruinas, con más esperanza y fe que recursos, con más terquedad que planificación.
Hoy, ese mismo espíritu resurge en los ciudadanos de a pie. No hay gran estrategia oficial, ni un plan maestro que coordine a todos los sectores. La programación conmemorativa del aniversario 500 no ha sido una sinfonía de excelencia institucional, sino una especie de jam session samaria: cada quien toca su instrumento como puede, pero la melodía suena. Artistas, estudiantes, profesionales, soldados, mujeres que pintan paredes y fachadas por amor a la ciudad. Empresarios que donan, organizan, apoyan sin hacer menester su notoriedad. Universidades y universitarios que diseñan rutas culturales. Profesores, comunicadores, vecinos del barrio que dicen: “hagamos algo, aunque sea poquito, pero que se note”.
Y se nota. Aunque sea en brochazos. Aunque haya sido tarde. Aunque muchas cosas no se hicieron, lo que se está haciendo es una señal poderosa: la ciudad no se rinde. Eso sí, que la emoción no nuble el juicio. Porque sí, hay invitados, conciertos, conversatorios, conferencias, días cívicos, Fiesta del Mar y un Hay Festival que llegó de la mano de un samario ilustre que dirige la CAF (bendito sea). Pero la ciudad necesita mucho más que eso. Necesita liderazgo, planeación, agua. ¡Agua! No es normal que una ciudad rodeada de ríos y montañas, a orillas del mar, viva con sed. Que sus playas sean muy conocidas por su contaminación, como por su belleza. Que el turismo crezca sin reglas claras, a la deriva entre la hotelería informal y el desorden urbano. Que el empleo legal sea escaso, que la educación esté rezagada, que la cultura sobreviva más por la pasión de unos pocos que por políticas públicas bien diseñadas.
El domingo 20 de julio, justo cuando el presidente Gustavo Petro asistía a una parada militar en Santa Marta, la ciudad fue testigo de una protesta simbólica: afiches y carteles aparecieron en paredes recién restauradas por colectivos ciudadanos. Fue un acto de expresión, sí, pero también dejó un sabor amargo sobre las formas de intervenir el espacio público. Mujeres y hombres del grupo ‘Vamos por Santa Marta’ pidieron respeto al patrimonio urbano y se invitó a quienes critican la historia colonial a hacerlo en foros y conversatorios, sin dañar lo que otros han tratado de reconstruir con sus manos y su tiempo.
¿Y qué tal si este aniversario 500 no es un punto de llegada, sino de partida? ¿Qué tal si en vez de mirar con nostalgia o exaltación los años dorados del ferrocarril y el banano, se mira hacia adelante y se piensa en una Santa Marta moderna, sostenible, incluyente y ordenada? ¿Qué tal si este momento, entre actos litúrgicos y condecoraciones, se aprovecha para pactar un nuevo trato entre ciudadanía y gobierno, entre sector público y privado, lejos del todo vale, de la corrupción y la desidia?
La ciudad necesita diálogo, no imposiciones. Hay que decirlo sin rodeos: Santa Marta no puede seguir celebrando su historia si no se compromete la ciudadanía con su porvenir. No más discursos inflados, ni megaproyectos que terminan en maquetas o titulares y, mucho menos, inconformes que no dan la cara. Lo que la ciudad necesita es concertación, trabajo en equipo, transparencia y amor por su futuro. Con sentido común. Y sí, necesita también algo de humor, para no perder el alma en el intento.
Santa Marta tiene todo para hacerlo. Historia, belleza, diversidad. Tiene talento joven, tiene memoria viva, tiene una identidad única en el Caribe. Solo falta ponerle rumbo claro, voluntad real y, sobre todo, aprender a remar en la misma dirección. No se puede esperar otros 500 años para tener la ciudad que se merecen los que ya no estarán, pero sí, ojalá, los que vendrán.
Así que, sí, celebrar. Pero también, reflexionar. Que no gane la nostalgia. Tampoco la agresión sin argumentos. Y menos el jolgorio sin ton ni son. Que todo no se vaya en conciertos y discursos bonitos. Que el aniversario no sea solo un evento, sino el inicio de una transformación. Porque Santa Marta, aún con sus manchas, sigue siendo una ciudad luminosa. Y si quienes la habitan deciden cuidarla con el mismo amor con el que la celebran, entonces sí se podrá decir, con orgullo: esa ciudad única e irrepetible, por fin, se construye desde su gente.
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