El regreso del capitán Epyy
El pasado día 17 de mayo de este año, en un histórico salón boquense ubicado en la calle Olavarría N° 636 del barrio marinero, en el que funciona desde el año 1876 bajo el título de Unión de La Boca una sociedad de socorros mutuos, presenté mi libro de Memorias.
La elección del recinto constituye un homenaje al papel trascendental que dicho Salón desempeñó a partir del año 1903 en la formación de su escuela artística, cuando un maestro académico de pintura y dibujo llamado Alfredo Lazzari, formado en Florencia y Roma, que había nacido en la ciudad italiana de Lucca, y arribado al país con la intención de realizar un vitraux en el interior de la naciente catedral de la ciudad de La Plata, que finalmente no se llevó a cabo por razones que nunca salieron a la, luz, desdichado episodio que lo dejó girando en el vacío en el interior de un país que le era totalmente desconocido y su lengua no dominaba.
Para su fortuna, que lo fue también del barrio, el azar vino en su ayuda y le permitió pernoctar temporariamente en un domicilio vecino ubicado en las cercanías del Riachuelo en el que residía un pariente del artista llegado algunos años atrás de la Liguria.
Sin recursos económicos propios, comenzó entonces a realizar trabajos artísticos de encargo para sobrevivir, y en el ya mencionado año 1903, se le presentó la oportunidad de incorporarse al cuerpo de profesores que formaban parte de una Academia de Artes y Oficios nacida pocos años antes en el lugar, que regenteaban dos profesionales lugareños de cualidades musicales llamados Pezzini y Stiattesi
El resto de la historia del mencionado Salón es muy conocida, pertenece a la leyenda del lugar y sobre ello me detendré en este punto
Solo deseaba señalar brevemente las razones que me impulsaron a elegir ese mítico espacio para engalanar la presentación que llevé a cabo.
En cuanto a las Memorias propiamente dichas, comprenden una extensión que superan los 75 años y para narrarlas me remonté hacia el pasado hasta donde me acompañaban los lejanos recuerdos.
Para ello regresé “al puerto de partida”, mis cinco años, en cuyo transcurso se destacan con particular nitidez, dos características del diario vivir.
Ellas eran las humildes condiciones materiales en las que transcurrían las jornadas cotidianas, y el calor que trasmitían las familias en cuya compañía vivíamos codo a codo.
La estructura principal de la vivienda colectiva que ocupábamos por entonces en el número 768 de la calle Del Crucero (más tarde designada con el nombre de un senador socialista llamado Enrique del Valle Iberlucea), está situada, aun hoy, exactamente sobre el mismo solar en que se construyó en el año 1907 por un maestro italiano.
Su planta, vista desde el exterior, todavía ofrece una apariencia apacible y confortable que su conjunto, en la época de mi nacimiento en el lugar, desmentía.
En rigor, en esa época el inmueble era un hibrido de construcciones destinadas a diferentes grupos sociales, que conformaban dos módulos de arquitectura de estilo propio.
La primera de sus partes , nacida en 1907 y que ocupaba el 60 % de la superficie total del terreno, incluía cuatro unidades de vivienda que se componían de 3 ambientes individuales, cuyo diseño no tiene nada que envidiar a las que se edificaron en lugares más afortunados de la ciudad en formación.
El resto del inmueble lo completaban un conjunto de cinco unidades precarias, levantadas básicamente sobre una matriz de materiales más económicos -maderas y chapas- en dos niveles de altura , que se comunicaban con el patio común a través de una escalera de 25 escalones.
En una de esas viviendas precarias de la planta baja vivía mi familia y en su interior, un día del frio invierno del año 1944 (precisamente el 30 de ese mes), nací yo.
Ya adulto, la respuesta que creí encontrar para explicar la convivencia en un mismo inmueble de dos arquitecturas tan disimiles, solo la ofrecía el orden urbanístico.
Por entonces, comienzo del siglo, al desordenado crecimiento inmigratorio de origen europeo que provocó la finalización de la primera guerra mundial en el año 1918, se sumó el incipiente proceso de industrialización sustitutivo de importaciones nacido a la luz de la crisis del aparato de producción mundial, fenómeno que arrastró a su vez la caída de los volúmenes de productos agrarios exportables, principal fuente de ingresos del país , y se tradujo en los hechos, en el despoblamiento de las áreas de cultivo del país interior, provocando la migración interna de las masas agrarias, que se trasladaron a la metrópoli bonaerense en búsqueda de oportunidades laborales, aumentando de ese modo en forma exponencial la demanda de alojamientos suburbanos de bajos costos.
En síntesis, fruto de ese complejo proceso histórico social posterior a la primera guerra mundial nos encontramos ocupando una vivienda colectiva en cuyo interior se cruzaban lenguas y dialectos diversos, que el tiempo compartido permitió sintetizar en una música familiar a todos los oídos de sus ocupantes.
El patio común fue convirtiéndose, por excelencia, en el pequeño “ágora inmigrante” entre cuyas macetas y jaulas proletarias nacían las amistades o afinidades tanto como los enconos y reyertas pasajeras
Por fortuna, en nuestro colectivo dominaban las escenas vinculadas a las primeras mucho más que las ultimas.
En mi caso particular, en ese pequeño espacio cotidiano trajinado cada jornada por tres familias italianas y dos españolas, encontré un personaje nacido en la provincia de La Coruña, llamado Pedro Trillo, que cobró gran relevancia en mi infancia, sin que pudiera apreciarlo en ese entonces, sino en mi adultez, cuando me dispuse a hacer públicos algunos poemas juveniles, y en esos textos me encontraba con frecuencia frente a la imaginaria figura de ese marino alemán al que Don Pedro solo mencionaba como “el capitán Eppy”.
Gracias a las Memorias que acabo de editar, me reencontré, después de casi setenta años con Eduardo, Norberto y, Mabel, el pequeño grupo de niños que residíamos en el lugar, y en el espacio común que hacía las veces de patio, nos sentábamos en ronda para escuchar intrigados las aventuras vividas o imaginadas en ese navío de bandera española con el cual a lo largo de todos los mares del mundo, siempre a las órdenes de un comandante de origen alemán al que solo conocíamos por su nombre y el aroma de su tabaco nos trasladábamos llenos de alegría en la búsqueda de nuevas aventuras
Fue el Emilio Salgari de nuestra infancia