Candela

Recordando a Vellido

Podría decirse que es esta una historia que aconteció hace bastante tiempo y con consecuencias trascendentes. Veamos. 

La decena de años transcurridos entre 1970 y 1980 supusieron un tiempo extraordinariamente jugoso y cargado de vivencias determinantes. 

Fue una década de cambios, de ideas nuevas, de una España que moría y otra que emergía. Llegaba el invento de la televisión que nos acercaba al mundo; también una industrialización que permitía avances inimaginados; un turismo incipiente que nos hacía ver que otras realidades existían; nuevas tendencias musicales con ritmos estridentes de melenudos británicos cuyos ritmos enganchaban a la juventud española hartos de coplas, olés y pasodobles. Era, en definitiva, una España que aparcaba el misal y el incensario para abrazar la discoteca y la libertad. 

«Mi querida España, esta España mía, esta España nuestra», que con sentimiento —aunque un poco sosa, la verdad— cantaba Cecilia, era la España que vivimos con pasión y empuje desbordante los otrora jóvenes de aquella generación y que un servidor no percibe hoy en las actuales. 

Muchos mozalbetes de entonces solo pudimos ser lo que correspondía: contestatarios y rebeldes. Era lo lógico en aquellos tiempos. Y, para poner la guinda al cóctel que imperaba en esos años de cambio, llegaron las primeras huelgas laborales, las asambleas universitarias y los eslóganes y pintadas en tapias con aquello de «amnistía y libertad».

Y en aquel caldo que se guisaba, bastantes, muchos, cogimos el carnet del Partido 

Sí, así era como se decía coloquialmente al Partido Comunista —PCE—. «El Partido». Entre otras cosas, porque fue el único que existió durante el largo invierno del franquismo. Los socialistas tardaron muchos años en aparecer y, como luego se ha sabido y la historia ha evidenciado, fruto de una recreación teatral de poderes económicos supranacionales que veían con preocupación la fortaleza de los partidos comunistas en la Europa Occidental. Porque recordemos que la cosa de la «gauche» —¡cómo nos gustaba emplear aquellos términos afrancesados— estaba patrimonializada entonces por el poderoso Partido Comunista Francés, con George Marchais a la cabeza, lo mismo que el PICHI —Partido Comunista Italiano— de Enrico Berlinguer, y el portugués, con el prosoviético Álvaro Cunhal como Primer Secretario. En aquella tesitura, asustaba que a la finalización del franquismo pudiera consolidarse en España un PCE fuerte con Carrillo a la cabeza. ¡Demasiados partidos comunistas! 

Y en una operación diseñada por, vamos a decir, intereses en la sombra, se optó por resucitar el viejo y anquilosado Partido Socialista pues daba una imagen más pacífica, menos radical y acorde con los intereses económicos de esos poderes que necesitaban una España democrática, europeísta y afín a planteamientos menos rupturistas que los propugnados por los comunistas Carrillo, Sánchez Montero, Lister, Ignacio Gallego o Marcelino Camacho. 

El problema era que los viejos socialistas, todos fuera de España, aún abrazaban posturas marxistas y eso suponía un escollo para los intereses de esas fuerzas que operaban en la sombra. Porque la política siempre, absolutamente siempre, ha sido y es el ropaje con que se disfrazan los intereses económicos. 

Pues fácilmente solventaron el dilema. Se organizó en el año 1974 un congreso de socialistas en Suresnes —Francia— y allí, en una operación amañada y con un resultado preconcebido, se desbancó al entonces Secretario General, Rodolfo Llopis, y a toda la dirección, poniendo al frente del partido a un joven abogado sevillano, Felipe González, junto a un grupo de jóvenes intelectuales, Alfonso Guerra, Luis Yañez, Carmen Hermosín, Joaquín Almunia, Joaquín Leguina, etc. 

Pintoresco y prolijo sería narrar, entre otras muchas curiosidades, la absoluta estupefacción del Gobernador Civil de Sevilla cuando advirtió a sus superiores de Madrid que un grupo de izquierdistas locales estaba preparando un viaje a Francia para asistir a un congreso internacional, pues desde el Ministerio del Interior —que dirigía Arias Navarro— le dieron órdenes de no actuar porque todo era sabido y controlado —y solo les faltó decir «organizado»—. 

Fue la poderosa mano de la socialdemocracia alemana, con Willy Brandt a la cabeza, pero tras el parapeto de la fundación Friedrich Ebert Stiftung —FES—, quien procuró un enorme apoyo financiero, logístico y formativo a aquellos nuevos y desconocidos dirigentes que no estaban por la ruptura total con el franquismo y que garantizarían una transición suave y pacífica para converger con la Europa de los mercados. 

De inmediato, el bisoño Secretario General y su «semiescondido» partido, gozaron del apoyo absoluto de los poderosos socialistas europeos con renombre, como el portugués Mario Soares, el italiano Bettino Craxi o el sueco Olof Palme. De tal suerte, Felipe González era paseado por foros internacionales como el hombre del momento y quién garantizaría una transición suave, aterciopelada y europeísta. 

Y por arte, no de birlibirloque, sino de esos opacos poderes en la sombra, un partido como el PSOE, que estuvo 40 años «de vacaciones» y sin mover un solo dedo contra el franquismo, en las primeras elecciones democráticas de 1977 tuvo nada menos que el 29,4 % de votos y 35 senadores. Mientras que el PCE, que sufrió clandestinidad, cárcel, tortura y sufrimientos en la pelea por el retorno a las libertades, tuvo que conformarse con un exiguo 9,3 % y ningún senador. 

La narrativa podría alargarse, pero con los apuntes reseñados ya queda patente que el actual PSOE es heredero de un artificio, de un montaje, de una trama financiera y de una operación de marketing. Dicho esto, no debe extrañar que, con semejante inicio y origen, el nivel de basura, corrupciones, falsedad y mentiras de hoy, hagan bueno el aforismo y justifiquen sobradamente lo de «de aquellos polvos, estos lodos». 

Y no sé por qué, el subconsciente me llevó a ese pasaje del romancero medieval que dice «llámase Vellido Dolfos / hijo de Dolfos Vellido / cuatro traiciones ha hecho / y con esta serán cinco; / si gran traidor fue el padre / mayor traidor es el hijo». 

¡Pues eso…!