Poeta del destierro
León Felipe es esencialmente un poeta del destierro, más allá del exilio terrenal que llegó a vivir, nos queremos referir su destierro interior; el lugar donde sueña la casa solariega y blasonada que nunca llegó a tener; donde sueña una infancia remota y siempre perdida.
Nos imaginamos a León Felipe leyendo poesía en la vieja torre McGraw de la universidad de Cornell, estudiando los poemas, pesándolos y midiéndolos hasta llegar a los huesos de las palabras; nos lo imaginamos también en las tertulias de los cafés madrileños o durmiendo en las bancas públicas de las iglesias. Podemos verlo en el puerto de Cádiz comprando un billete de tercera con destino a Veracruz. Todavía nos llega la resonancia de su última lectura en el Conservatorio Nacional de México donde dio un discurso sobre los judíos sefarditas y su destierro. El destierro no sólo sería el tema de este discurso, sino también el tema central de su poesía.
El poeta que escribió: “¡Qué lástima / que yo no tenga una patria!” nos habla de un desterrado en todas partes, más aún, desterrado de sí mismo. Buscando constantemente una tierra firme que se desmorona entre las manos.
Como el verso que encuentra la cadencia en cuanto la pierde, también hay un destierro para la palabra. Desde ahí el poeta canta con la garganta herida; una sola imagen de León Felipe bastaría para definir la lírica: “Oh, este viejo y roto violín.”
La lírica de León Felipe encuentra sus raíces en la derrota, el verso del poeta canta desde la playa de Barcino junto al mar, donde otro poeta, el más vital de todos, don Quijote, se siente derrotado en su intento de transformar la vida en un poema, la bacía en un yelmo, el retablo del Maese Pedro en un mundo, y el mundo en un teatro guiñol. De la misma manera en que León Felipe dibuja la esencia del Quijote, así también dibuja en sus poemas el deseo de transformar la vida en poesía, el sueño en palabra, la añoranza en verso, y la carencia en canto.
En el poema “Vencidos,” León Felipe va a exaltar la voz lírica, para pedirle a gritos a don Quijote que se lo lleve con él en su viaje: “Hazme un sitio en tu montura / y llévame a tu lugar; / Hazme un sitio en tu montura, / caballero derrotado, / hazme un sitio en tu montura / que yo también voy cargado / de amargura / y no puedo batallar.” Estos versos se cantan con la garganta herida desde el lugar de la derrota, en el destierro. Se cantan en el momento en que Orfeo pierde a Eurídice y tensa las cuerdas de su lira, para desgarrar el aire de ausencia, porque la amada es también una patria, la más profunda. Cuando don Quijote “va cargado de amargura […] de retorno a su lugar,” no sólo ha perdido su patria del delirio, sino también ha perdido para siempre a Dulcinea.
Cuando la voz lírica le pide a don Quijote que le haga un lugar en la grupa de Rocinante es porque León Felipe ha encontrado, en ese camino, a la poesía en su estado químicamente puro.
Cada verso de León Felipe es un molino que se transforma en gigante. En sus poemas la sabiduría se vuelve vital como la incertidumbre, efímera como cualquier certeza. Desde la incertidumbre, León Felipe le pide a gritos a don Quijote que lo lleve a su lugar; se trata de la tierra de los pastores, el lugar del sueño idílico, el más lejano destierro, donde desemboca el último verso, en el último silencio.