Petra era inevitable
Aquella mañana que hice la visita a Petra, la capital del antiguo reino nabateo, pueblo árabe nómada que habitó en Jordania y Palestina, recorrí en taxi la corta distancia a la puerta de entrada del centro de visitantes, y una vez dentro del enclave anduve por un camino ancho y pedregoso. A mi lado, un beduino ofrecía sus servicios con su caballo de carruaje que lucía flecos y borlas coloridas. Pero preferí caminar, y conforme avanzaba, observaba las rocas donde era ya visible la impronta humana; había tallas de obeliscos con nichos de influencia egipcia y romana.
Al principio no sentí nada fuera de lo común, pero entonces, mientras caminaba por un barranco angosto llamado As Siq, los altos muros que me rodeaban me asfixiaron con su tamaño. La luz cálida infundía energía, un ambiente acogedor, y una sensación de brillo del sol esclarecía la base del corredor en algunos puntos, mientras que otras partes permanecieron poco luminosas, cubriéndose la tierra de sombra natural, como el antiguo acueducto con sus paredes sinuosas y lóbregas, de color marrón momia y pigmento terroso. Seguí caminando durante casi un kilómetro como un ser diminuto, abrumado entre las rocas, ansioso por alcanzar el final del desfiladero con la esperanza de descubrir el reino oculto, la fachada del tesoro.
Aquel día, tan solo con atravesar el cañón natural, ya sentía que mi visita había valido la pena. Al final del sendero la estrechez se hizo muy notable hasta quedar reducida a apenas tres metros de ancho. La pared de un color rojo anaranjado vivo se dejaba ver condenadamente alta ocultando y oscureciéndolo todo, salvo el nítido rayo de luz que se vislumbraba en el cerrado horizonte indicando la salida. La sensación de saber que aquello me conducía al exterior del cañón excitó aún más mis ganas de saber qué encontraría al otro lado y, de repente, como si aquello hubiera sido construido por obra divina, se abrió al cielo una ventana. La sorpresa que me encontré fue el tesoro de Petra o Al Khazneh. De modo que, cuando salí a un espacio abierto, que era una pequeña plaza y vi enfrente de mí la fachada del templo tallada en una colosal pared de arenisca de unos cincuenta metros de altura, me quedé petrificado, preguntándome qué hacía allí observando aquella roca tan perfecta, erguida como un cuerpo desnudo manifestándose en todo el esplendor de sus formas, columnas y relieves esculpidos en la roca.
Una urna de piedra coronaba el templo que, según la leyenda, escondía una valiosa fortuna. Yo pensé que tal vez el mito del tesoro es en sí mismo parte de la grandeza de aquel majestuoso lugar. Después de un rato de contemplación me dirigí hacia la derecha, donde la vía se fue ensanchando y donde me di cuenta de la verdadera dimensión que tenía la antigua ciudad de Petra. Se dice que fue creada como una ciudad funeraria, pero luego tuvo una posición más estratégica debido a su ubicación en la confluencia de varias rutas comerciales entre Oriente y Occidente, entre Arabia y el Mediterráneo. Aún se percibe todo ese esplendor, aunque debo reconocer que la mayoría de lo que vi se asemejan a cámaras mortuorias.
El aire era muy caliente, resultaba fatigoso caminar. Sin embargo, no podía dejar de hacerlo. Me encontré en la caminata con un teatro de influencia romana, después estuve subiendo y bajando por diferentes senderos, viendo las cámaras que tenía a mi alrededor donde la luz penetraba dando matices rosados. En el interior de aquellas cavidades talladas los nabateos enterraban a sus difuntos, lo cual demuestra la importancia que significaba para este pueblo honrar a sus antepasados y a sus dioses. Había todo tipo de tumbas: de formas rectangulares, cuadradas, en medias almenas o hileras de arco de medio punto. Me sentaba en un patio de columnatas mirando los mausoleos e intentaba hacerme una idea de lo avanzada que era aquella antigua civilización. Cómo los cultos astrales y su naturaleza influyeron en la construcción de sus templos, en función de los equinoccios y solsticios, las estrellas y su orientación. Lograba comprender lo que no podía asimilar. ¿Cuántos secretos por descubrir? Se cree que la mayor parte de la ciudad aún es desconocida.
A la entrada de una de esas tumbas me encontré con un beduino que estaba sentado con los pies cruzados encima de un pequeño colchón tapizado de telas estampadas con dos almohadas de cabecera. En su mano derecha tenía un misbaha, un objeto similar a un rosario, de uso tradicional entre los fieles de la religión islámica para llevar la cuenta en el número de repeticiones del tasbih. El hombre miraba la meseta circundante protegiéndose del sol con su túnica inmaculada. Con su presencia el valle se desdibujó ante mí en la lejanía, las montañas arrugadas ya no sobresalían con tanta fuerza, porque el semblante de aquel hombre era como un imán que atraía toda mi atención. Y mientras yo continuaba andando, él permaneció en su soledad, al tiempo que yo pensaba cómo podía soportar allí sentado aquel extremo calor.
Finalmente, la fatiga, y el dolor en mi pierna me cobraron factura y tuve que dar por terminada mi visita a Petra. Descansé un par de días en la ciudad de Wadi Musa, y de ahí partí en autobús hacia el desierto de Wadi Run, mi última parada antes de llegar a Áqaba.
Mis días en ese desierto me hechizaron porque cada lugar y cada persona que conocí en Oriente Medio fueron tan especiales como inolvidables. Jamás borraré de mi mente esas inmensas planicies, la perspectiva profunda que tienen esos paisajes. Siempre voy a recordar a Mustafá, quien guió gran parte de mi trayecto y quien un día, en medio de una conversación, me dijo que él era feliz en el desierto, que tal vez nosotros los europeos lo tenemos todo, pero ellos son felices en la inmensidad de su arenal, sacan agua de los profundos cañones, la comida la asan con brasas enterradas bajo la arena, en las noches cantan alrededor del fuego y se guían por las estrellas y la luna.