Desde el otro lado del charco

Ni ética ni lealtad, el perfil del político moderno

Como una enfermedad antigua con síntomas modernos, la política actual parece haberse desprendido de sus fundamentos éticos más elementales. En tiempos donde la palabra empeñada carece de peso y los compromisos se disuelven con facilidad, la lealtad y la integridad han dejado de ser virtudes indispensables para quienes ejercen el poder.

Desde sus orígenes, la política ha estado marcada por la tensión constante entre el interés colectivo y la ambición personal. Más de una vez, el poder ha logrado imponerse sobre la moral, arrastrando consigo la confianza ciudadana y la legitimidad de las instituciones.

Ya en la antigüedad, Cicerón advertía que “la injusticia no consiste sólo en hacer daño, sino también en no impedir que se haga”. Aristóteles, por su parte, sostenía que la ética debía ser la base de todo buen gobierno. Sin embargo, en las democracias contemporáneas, estas ideas parecen cada vez más ajenas al ejercicio del poder.

Zygmunt Bauman, al referirse a la “modernidad líquida”, explicaba cómo las relaciones sociales, políticas y personales se han vuelto frágiles y fugaces. En ese contexto, la promesa política ha perdido consistencia. Los discursos se adaptan a las circunstancias del momento, y los compromisos se rompen sin consecuencias, como si nada obligara a quien los formuló.

A esta mirada se suma la de Noam Chomsky, quien advierte que la política moderna ha dejado de ser una herramienta de representación para convertirse en una fábrica de percepciones. Las campañas ya no buscan generar propuestas sostenibles, sino manipular emociones, sembrar confusión y ganar votos a cualquier precio.

El resultado es un creciente desencanto ciudadano. La desconfianza en los partidos, en las autoridades y en el sistema mismo se convierte en una constante. Cuando la ética desaparece del escenario político, lo que queda es una competencia de estrategias vacías, promesas rotas y una desconexión cada vez mayor entre representantes y representados.

Por eso, se vuelve urgente replantear el modo en que entendemos y ejercemos la política. No basta con rechazar a quienes han fallado; es necesario construir una nueva cultura política basada en la coherencia, la transparencia y el compromiso real con el bien común.

Quizás ha llegado el momento de dejar de mirar hacia el pasado y apostar por liderazgos nuevos, formados con valores sólidos y capaces de ejercer el poder con responsabilidad. Porque cuando la política pierde su ética, pierde también su sentido.