Cápsulas viajeras

Otra Navidad fuera de casa

Era un día de Nochebuena cuando llegué en bus a Praga, la capital de la República Checa, concretamente al barrio de Mala Strana, una zona de ladera al oeste de la ciudad, en el margen izquierdo del río Moldava. Un pequeño distrito donde todo parecía estar en buen estado de conservación.

Caminaba por una vía de casas señoriales, todas de colores diferentes, como sacadas de un cuento de hadas: azules, amarillas, rosas, decoradas con escudos y esculturas de piedra. No había un espacio en las aceras donde no hubiera un bonito farol de cristal o lámpara. Las fachadas se extendían a lo largo de la calle, en su mayoría de tres pisos con un altillo en el cuarto.

Mientras avanzaba, veía a la gente entrar en los comercios con sus puertas en forma de arco. En uno de los tres grandes ventanales contiguos de los pisos superiores, asomaba un niño con una marioneta de Pinocho. Debía de estar jugando, y en el ático de arriba no alcanzaba a ver el espacio detrás, aparecía hacia mí como una pared lisa de suma finura.

Al entrar en Praga, noté esa riqueza ornamental, esas paredes cargadas de decoración, con líneas curvas y ondulantes. Seguía rodeado de exquisitez, un firmamento tranquilo envolvía todo con sutileza a mi alrededor.

La zona a la que llegué estaba llena de rincones acogedores. No encontraba nada feo, solo hermosos edificios, bares y pubs. Tenía ganas de dejar mi mochila, entrar rápidamente en un bar y tomar una cerveza, pero pronto encontré el alojamiento. A lo lejos, en la colina pegado a la ciudad, como el regalo de un mago en su cumpleaños, se alzaba el Castillo de Praga. Un conjunto que albergaba la catedral, el convento, la basílica de San Jorge y el palacio real. Al llegar al hostel, que ocupaba todo un edificio, encontré un lugar ordenado, muy limpio y lleno de mochileros, en su mayoría jóvenes europeos. Me acomodé en una litera en un dormitorio con ocho camas.

Muy cerca de donde me encontraba, al lado derecho, en el este de la ciudad, se hallaba la Ciudad Vieja que conecta con el barrio de Mala Strana donde vivía, a través del icónico Puente de Carlos IV. Flanqueado en ambos lados por sus torres, lo recuerdo bien porque todos los días atravesaba dichas puertas, salvando la distancia entre ambas, por aquella calle empedrada de tonos grisáceos y luz diáfana, rodeado de estatuas de santos patronos, escuchando la música que salía de los violines y violonchelos de los artistas que allí se congregaban.

Cuando crucé a pie el puente que atraviesa el río Moldava de la Ciudad Pequeña a la Ciudad Vieja, Praga mostraba una cara muy amable, al igual que en todas las otras ciudades de Europa que había visitado. Todo giraba en torno a un bello escenario y por esa misma razón me preguntaba por qué me inclinaba a buscar lejos, en otros continentes, lo que no encontraba en el mío. Tal vez todas esas voces que se habían quedado dentro de mí, esos rostros que al final embellecen el mundo como un dibujo en un papel, me quedé en blanco, sin respuesta, encima de la placa del suelo que marca la línea del meridiano de Praga en el centro de la Plaza Vieja, donde la columna Mariana agradecía a la Virgen Inmaculada Concepción la victoria sobre los rebeldes, la retirada de las tropas y la paz al final de la Guerra de los Treinta Años, proyectando una sombra en el pasado para saber exactamente cuándo era el mediodía.

Pregunté la hora aquel día y eran las siete y media de la noche. Todo el espacio central de la plaza lo ocupaba la gente que se reunía para celebrar y ver el encendido del árbol de Navidad. Un abeto gigante del cual colgaban cadenas doradas, miles de adornos, luces y una brillante estrella en su copa. Levanté la vista y sobresalía por encima de la Iglesia de Nuestra Señora de Tyn, construida dentro de un patio, con sus dos torres góticas cuyos extremos puntiagudos parecían estalagmitas. Una a la derecha, ligeramente mayor, más ancha y gruesa que la otra. Entre ellas, demasiado bonito como para no llamar la atención, sus remates ornamentales, en cuyo frontón superior se peraltaban las figuras triangulares.

Siempre eran las iglesias, los edificios más esplendorosos y representativos. Me daba cuenta entonces de que estaba en Europa, en la Plaza de Praga (al lado del monumento escultórico a Jan Hus, precursor de la reforma protestante), y me veía rodeado de un conjunto variopinto de edificios de colores rosados, marrones claros, amarillo pálido. Uno de ellos con sus frescos pintados, destacando a San Wenceslao montado a caballo; otro notable con sus ventanas ojivales, su fachada y campana de piedra. Alrededor, todo un mercadillo lleno de puestecitos de madera con techos chillones de color rojo. Brillando en la calle, las lámparas con guirnaldas de bombillas y decoraciones navideñas de todas formas y colores. Había una gran cantidad de puestos para comer y beber, donde también se vendían bufandas, guantes, gorros, juguetes. Era una estampa muy bonita.

Se comían muchas salchichas y dulces, se bebía mucha cerveza, vino caliente y chocolate. Como un niño, me chupaba los dedos cuando probé por primera vez el Trdelník, un rollo de masa dulce azucarado que asaban lentamente en una barra giratoria de madera. Luego comencé a caminar hacia el Ayuntamiento, que estaba a unos pasos. Cuando me encontré delante de él, en la fachada principal, vi que constaba de varios edificios unidos. Junto a él, su gran torre, donde se congregaba una gran cantidad de personas para observar un reloj que llamaba la atención de todos. Me acerqué para ver mejor su anillo zodiacal, que proyectaba la posición de la Tierra y la Luna en el cielo. Un calendario circular marcaba los meses del año y, aunque todo el mundo se fijaba en los pequeños detalles, yo no era capaz de ver en movimiento las figuras animadas de los doce apóstoles asomándose a la ventana. Miré a un lado y vi a una pareja observando cada mínimo movimiento del reloj con la misma perspicacia que un maestro relojero, mirando a la vez la pantalla de su móvil, supongo que estudiando por internet todos sus entresijos.

Regresé a casa cuando el reloj astronómico medieval en la fachada sur de la torre del Ayuntamiento marcó las doce de la noche. No fue un día muy diferente a los demás. Acostumbrado a pasar esas fechas lejos de mi familia, me metí en mi cuarto que gozaba de una excelente calefacción, y traté de descansar. Cerré los ojos y soñé viajando. 

En este año he tenido la suerte de escribir de diferentes culturas y países, de poder opinar de distintas realidades desde la perspectiva o el ojo de un viajero. Colaborar con el Diario de Madrid es para mí un bello camino, así como de enriquecedor es compartir mis vivencias, por eso hoy me siento tan agradecido, y quiero enviarles mis mejores deseos a todos los compañeros y profesionales de este periódico digital, para que sigan con la bella y exigente tarea de informar a la opinión pública.

”Mil gracias, queridos lectores”

 Feliz Navidad, felices fiestas, y feliz Año Nuevo.