Candela

Navidad y amor a los perros

Atendiendo una oportuna opinión, he asumido que en estas fechas Navideñas es conveniente dejar a un lado rencillas políticas para centrarme en algo común y que pueda unir a hombres y mujeres de buena voluntad.

Si. Definitivamente opté hoy por buscar esa vena inocente, navideña y sensible que, como español de bien, cada uno de nosotros lleva en sus entrañas y he decidido escribir sobre algo cordial y bondadoso que nos aúna. El problema es que, por más que rebuscaba, no encontré fácilmente ese hecho que pudiera identificarnos colectivamente —o a una gran mayoría al menos—, hasta que me vino a la cabeza la figura del perro. Seres nobles donde los haya.

Y me reafirma tal pensamiento el hecho de que mi amigo Juncal —colega de siempre y bondadoso como no hay otro— me comentó, ayer mismo, el profundo amor que siente hacia su perrita.

—¿Cómo no voy a quererla si cuando llego a casa, agotado del trabajo, casi a las 8 de la tarde, tras una jornada interminable, es Wanda la única que se alegra de verme?

Y me explicaba, —con amor al can y cierta decepción de los humanos (humanas, en este caso)— que, tanto su mujer e hijas, sentadas en el sofá o en sus habitaciones chateando o viendo televisión, apenas le dispensan atención o, si acaso, lo harán por mera rutina, a tenor de las romas y menguadas muestras de cariño que le manifiestan.

— Pero Wanda...¡uy..!, enloquece, menea la cola, me babea, se sube encima, juega, busca mis caricias y verdaderamente se entusiasma de felicidad en cuanto me ve. ¿Cómo no la voy a adorar? —me repite con sentimiento y ternura, en reflexión etílico

sentimental, fruto de los tres cubatas que llevaba encima en el momento de hacerme tan personal confidencia. ¡Tío, si es la única que de verdad se alegra con mi llegada!

Sí; son los perros los entrañables amigos que, sin fallar jamás y durante toda su vida, nos ofrendarán una lealtad sin fisuras.

Creo se haría necesario que el Papa actual, tan amigo de novedades y alguna que otra excentricidad, analizara detenidamente esta realidad y valorase acerca de la posibilidad o conveniencia respecto a emitir alguna encíclica o, vamos a dejarlo en simple pastoral, sobre el alma de los perros.

¿Cómo que un perro —tan obediente, fiel, cariñoso, amigo entrañable, defensor de la casa, rebaños, incondicional siempre y dispuesto al sacrificio que sea— no tiene alma? Instinto le dicen.

Apelo píamente a filósofos y teólogos para que, desde sus respectivos y académicos saberes, elaboren algo razonable respecto a este dilema que hoy, en este momento y al calor —al igual que mi amigo Juncal, de otros tres cubalibres de un magnífico ron Santa Teresa (siempre Venezuela en el corazón)—, lanzo como idea y al objeto de poner fin a una indebida deuda social que nuestra sociedad tiene contraída respecto a estos incondicionales amigos.

Porque si un malandro, un asesino, un violador, un contumaz estafador y hasta los políticos tienen alma, —sobre este último colectivo albergo dudas más que razonables—, ¿cómo tenemos la osadía y atrevimiento de decir que el perro —honesto, fiel e incorruptible por siempre—, no.

Recuerden la historia de Hachiko, leal más allá de la muerte, esperando a su dueño después de que este falleciera. Toda una prueba de lealtad y devoción inquebrantable.

¿Y qué me dicen de Lassie? Miren, hoy, con los efluvios del maravilloso caldo citado, me sale la vena doctrinal y, en atención a ella, les contaré un pequeño secreto de esta perrita collie cuyo personaje se prodigó por casi 20 años en libros, radio, televisión, cine, series animadas y juegos. Y es que aunque el afamado personaje realmente era una hembra, siempre fue interpretado por machos —lo siento Pam, pero así fue—.

¿Y qué me dicen de los casi oscarizados Scooby Doo, Rin Tin Tin, Simbad (el perro marinero, que hasta combatió en la Segunda Guerra Mundial), Laika, la perrita astronauta a bordo del Sputnik 2, o Marilyn, «la perrita más linda del mundo», de la ventrílocua alemana Herta Frankel?

Todos entrañables, amigos y casi unos más en la familia pues nunca dejaron de ser los más leales amigos de sus dueños y muy especialmente de los niños. Y todos les hicimos nuestros, volcando en ellos un cariño que recibimos, multiplicado por mucho, con sus aventuras y proezas que tanto nos entretuvieron.

Aunque mención aparte merece Jofi —les confesaré que en estos momentos ya son cuatro los cubatas que contabilizo y de ahí la cosa etílica-pedagógica creciente—, un perrito de la raza Chow Chow, compañero y casi colega de Sigmund Freud. Escuchen:

Pensaba el gran psicólogo —y de ahí mi sugerencia al Santo Padre e invocación a personajes doctos en las cosas celestiales— que los perros tenían capacidad para leer a los humanos, llegando el afamado psicoanalista, incluso, a contratarlo para que lo ayudara a estudiar a los pacientes; y fue tal el mimetismo entre doctor y can, que el doctor interpretaba el estado emocional de sus pacientes según fuera el de Jofi. Así, serenidad en el perro, indicaba calma en el paciente, y viceversa. Y se daba también la peculiaridad de que Jofi sabía, con precisión cronométrica, que cada sesión era exactamente de 50 minutos, al punto que, transcurrido ese tiempo, se levantaba y

buscaba la salida. Momento en que Freud, solemne y actoralmente, anunciaba al cliente que la sesión había terminado.

Por todo ello, no puede extrañarnos y en verdad está rodeado de mucha lógica y cabalidad el aforismo «cuanto más conozco al hombre, más quiero a mi perro». O, expresado más coloquialmente y en este caso por boca de mi amigo Juncal, ¡pues tío ...., ¿y cómo no la voy a querer!?

Entonces, amigos, rodeados de tanta nobleza y entrega incondicional es por lo que, desde esta humilde columna de opinión y en fechas de paz y amor como las presentes, reivindico o, mejor dicho, imploro, que se respete a los canes.

Por lo tanto ruego que jamás, ¡pero nunca jamás! se vuelva a decir, a modo de denuesto, aquello de «Perrosanchez».

¡Ofende al chucho!