El mundo es un teatro guiñol
En el capítulo XXVI de la segunda parte del Quijote titulado “Donde se prosigue la graciosa aventura del titiritero, con otras cosas en verdad tanto buenas,” aparece don Quijote como espectador de una obra de teatro guiñol enmarcada en el retablo del maese Pedro.
Afuera de los bastidores del retablo, don Quijote, poco a poco, se va olvidando de su condición de espectador. Dentro del retablo el sueño se va transformando en un espejo de su mundo interior. La novela de Cervantes es también un juego de espejos, un retablo que guarda otro retablo, un texto que se escribe dentro de sí mismo. Los cartapacios aljamiados, donde -de acuerdo con el narrador- están escritas las aventuras del Ingenioso Hidalgo, rebasan el concepto de metaliteratura, para dejarnos imaginar el infinito de las cajitas chinas, un texto escrito dentro de un texto en aljamía; de tal suerte que Cervantes sugiere la posibilidad de que en los mismos cartapacios esté también narrada la aventura de capítulo IX de la primera parte, donde el narrador se va a encontrar en Alcaná de Toledo a un muchacho que está apunto de vender estos cartapacios aljamiados a un sedero. Este juego es interminable, porque en los cartapacios se narra la historia de los mismos cartapacios, donde a su vez, de manera imaginaria, en otro plano, se tiene que volver a narrar la misma la historia y así hasta el infinito.
El retablo del maese Pedro abre también una ventana al infinito, dentro de los bastidores se dibuja otro mundo, una historia dentro otra historia, la posibilidad imaginaria de que exista un retablo dentro del retablo, de que aquello que llamamos realidad esté enmarcado por unos bastidores, de que la muerte sea el retablo de la vida.
La emoción dramática va a surgir cuando el arte teatral consigue que nos veamos reflejados del otro lado del telón, dejamos de ser nosotros mismos porque nos identificamos con uno o más personajes, en ese momento surge la catarsis aristotélica: por un instante sentimos -llenos de emoción- que nuestra vida cabe en un escenario. Cervantes dibuja esta idea de manera virtuosa en la escena del retablo del maese Pedro, donde el teatro guiñol logra su máxima intención: el espectador olvida los límites que marcan los bastidores. El delirio borra las fronteras entre la ficción y la realidad. La realidad puede estar adentro o afuera.
Don Quijote desenvaina su espada, se coloca junto al retablo, y empieza a despedazar a los títeres. Se trata de un intento alucinado por integrar lo que la razón había escindido: la visión delirante de la totalidad, la fantasía como una forma de perderse y encontrarse.
Lo que don Quijote nos quiere decir en el capítulo XXVI es que la imaginación está más viva que la realidad, y que las marionetas son tan reales como la piel.
A lo largo de su camino, el Ingenioso Hidalgo intenta transformar el mundo en un teatro, pero, además, cuando llega la escena de los títeres, intenta transformar el teatro en un mundo.
Dentro del retablo del maese Pedro el mundo es un teatro guiñol.