¿Saben las cámaras la verdad?

Los monstruos vienen para quedarse

Decía Antonio Gramsci que, en el interludio entre un mundo que muere y otro que nace, surgen los monstruos. Y así es.

El relato previo a la crisis de 2008 sostenía que existía una clase media situada entre los grandes propietarios y el proletariado, capaz de aspirar a una vivienda, un coche e incluso una segunda residencia. Sin embargo, con la crisis, esa ilusión se desmoronó. La realidad actual es que una pareja con dos salarios mínimos no solo no puede permitirse comprar una casa, sino que, en muchos casos, se ve obligada a vivir en barrios periféricos o en las afueras de las ciudades donde trabaja.

Esto ocurre en España y en Europa, donde aún contamos con un Estado de bienestar que atenúa en parte las desigualdades sociales, ofreciendo cierta igualdad de oportunidades –no de llegada, pero sí de partida– gracias a la educación pública, la sanidad universal y un sistema de pensiones. Lo que realmente asusta es observar cómo, en uno de los países más desiguales del mundo desarrollado, Estados Unidos, la situación es mucho peor. Allí, apenas existe un sistema de salud accesible para todos, la educación pública se desmantela frente al auge de la privada, especialmente en el ámbito universitario, donde los jóvenes se ven obligados a endeudarse para acceder a las mejores instituciones.

En este contexto, emerge un nuevo gobierno que haría estremecer al mejor escritor de distopías: un multimillonario rodeado de una élite que blande la motosierra de los recortes en lo público para beneficiar a empresarios y magnates. Los monstruos están aquí: Steve Bannon coqueteando con el saludo nazi, Elon Musk haciendo lo mismo, o la extrema derecha alemana, con tintes neonazis, que en las últimas elecciones generales –las de mayor participación desde la caída del Muro de Berlín– ha superado el 20% de los votos.

También vemos al genocida Netanyahu negociando con su socio trumpista el reparto del territorio arrasado de la legítima Palestina en Gaza, o a Putin haciendo lo mismo con suelo ucraniano. El viejo mundo se derrumba y, en este interludio, los demócratas deberíamos alzar la voz y la mano para frenar esta oleada que amenaza con teñir el mundo de negro y devolvernos al escenario que desembocó en dos guerras mundiales.

Sin embargo, la izquierda, acusada –a menudo de manera exagerada y poco acertada– de perderse en el wokismo y en luchas identitarias, no logra convencer ni articular un relato alternativo a esta oscuridad. Queda por ver cómo nuestra generación enfrentará estos desafíos, pero de algo estamos seguros: los monstruos han venido para quedarse.