De ministros y «menistros»
Creo que nunca convine con el aforismo «cualquier tiempo pasado fue mejor». Me parecía manido, algo carca y bastante retardatario.
Es más, les seré absolutamente sincero, algo tuvo que ver que esa frase la escuché a uno que era muy, muy «facho» —que diría Miley— y claro, después de eso, yo no quería identificarme con el comentario ni con el personaje.
Pero, «hete aquí que…» —así se decía antes para anunciar algo interesante— como la vida enseña, se viaja, se ven cosas, se escuchan otras y hasta se piensa a veces, pues la verdad es que hay criterios, pareceres e ideologías —empero hayas tenido que librar una dura pugna intelectual contigo mismo—, en que uno no puede dejar de revisar lo que otrora fueron dogmas. Sin embargo, ahora, metidos en trienios, colesteroles, artrosis y canas, algunos de aquellos idearios se han transmutado de forma inimaginable respecto a lo que supusieron unos lustros atrás, al igual que ocurrió a San Pablo de Tarso —Saulo, para los amigos y don Mariano, el cura de mi parroquia—. Y es, de tal suerte, cuando se produce una cierta metamorfosis o transición —calma Irene y Pam, que la cosa no va por donde vosotras siempre pensáis— y que yo llamaría evolución intelectual o cambio sereno; eso sí, auspiciado por algo tan relevante y exclusivo como es la experiencia.
Entonces, hoy me atrevo a decir que no siempre cualquier tiempo pasado fue mejor pero, haciendo mía la teoría de la relatividad confirmo que, como toda regla tiene sus excepciones y ésta, para no ser distinta, pues también. Ahora, donde sí manifiesto y corroboro con una rotundidad categórica, y hasta lo juraría si fuera menester ante la Biblia o El Quijote —cada uno insuperable en su tema—, es que la política que yo conocí en otro tiempo, así como la altura intelectual de aquellos gestores y dirigentes, estaba muy, pero que muy, pero que muy mucho, por encima de la «tropa esta» —dicho sin ningún respeto— que nos gobierna en el neonato Régimen sanchista.
Lo mismo que es sabido —y toda persona de bien y orden conoce— quienes fueron los llamados «galácticos»: Zidane, Ronaldo, Beckham, Casillas, Figo, Raúl o Roberto Carlos, algo parecido se podría decir —aunque no se empleara el símil— respecto a la talla académica, intelectual y política de personajes que ocuparon cargos ministeriales en otras etapas: Joaquin Garrigues, Marcelino Oreja, López Rodó, López Bravo, Landelino Lavilla, Mellado, Fuentes Quintana, Paco Fernandez Ordoñez, Jiménez de Parga, Fraga, Pío Cabanillas, Herrero de Miñón, etc, etc…
Un tiempo que, a pesar del tiempo —o precisamente por eso—, no puedo visualizar en sepia, sino de un azul umbraliano o verde lorquiano, tintados de haces cromáticos de recuerdos y nostalgias.
¿Y hoy…? Ufff, la pobreza, ramplonería y torpedad de los que nos gobiernan hace imposible no afirmar que aquellos tiempos pasados sí que fueron mejores, entre otras cosas, porque los dirigentes encargados de la gestión pública —las cosas nuestras, en definitiva— estaban a otro nivel. Otra galaxia, sin exagerar bien podría decirse.
Escuchen lo que les voy a referir y, si aún no se han echado a llorar, valoren:
En la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros de hace unos días se evidenció, una vez más, que el analfabetismo de una ministra —me niego a llamarla así por no devaluar el cargo, luego a partir de ahora lo dejaré en «menistra»— era tan descomunal y vigoroso como grande su vanidad y necia tonticie. Me estoy refiriendo a la de Trabajo. ¡Sí hombre, esa que va abrazando, besando y casi abusando de tan efusiva que es!, la «queridiña» y que, según ella, además de la gestión política, se pasa las horas en casa planchando, llevando a su hija al colegio y a la que la gente en la calle enaltece y felicita por lo bien que lo está haciendo. Miren, por si no recuerdan es Yolanda; la que fue nombrada por el gran «machirulo de Galapagar», por su santa voluntad de macho alfa de aquella manada mujeril y que ahora, encumbrada a una vicepresidencia del Gobierno de España —nada menos—, a cada momento nos invita a hacer pedagogía, cual profesora «cool», pero de una pedantería y vaciedad insufrible.
Pues bien, esta menistra narcisista, faro de la semiótica, metida a cursi, ridícula e irrisoria profesora, se ha evidenciado asazmente como una analfabeta de tomo y lomo.
Se le ocurrió decir el otro día, a modo de denuesto contra el gobierno del que es vicepresidenta —un sin Dios inexplicable donde solo les amalgama la codicia, que no la ideología ni la fe—, que cuando esa ley llegue al parlamento ella y su grupo darían su «anuencia» al asunto de marras.
Su anuencia dijo. ¿Su anuencia?, si, si…, su anuencia. Esa fue la expresión exacta de la menistra «queridiña y anuente».
Alguien debería haberle explicado, antes de meter la pata hasta el corvejón, que «anuencia» significa estar de acuerdo, porque lo que ella quería indicar era justamente lo contrario.
No supo expresar, por ejemplo: rechazo, oposición, denegación o veto. ¡Mira tú que no hay formas para decir!
Aunque, dado que tal vez las citadas le puedan resultar expresiones más o menos formales y es posible que la menistra anuente no está familiarizada con ellas, le voy a sugerir —regalo de la casa y por caridad— algunas otras, más propias de un lenguaje mundano, pero acorde con su entorno personal, familiar, académico y político. Mire, aquí le dejo algunas que vienen a significar también rechazo: «naranjas de la china», «nones», «na de na», «por ahí no paso», «nanay de la Cubay», o «ese impuesto te lo metes tú, Marichús, por donde te quepa».
Pienso que esta última y por venir la interfecta del mundo sindical, con seguridad será la que más se adecue al verbo y cultura de la menistra anuente.
¿Ve, queridiña?, aquí tiene un manojo de expresiones de diverso tipo que, a poco que usted lea, estudie u observe, no requerirá mucha sabiduría ni talento emplearlas correctamente. Pero, por favor se lo pido, cómprese ya el Miranda Podadera y vaya a clase de gramática o de lo que sea… —con seguridad, de tanto planchar y traicionar, no le habrá quedado tiempo—, pero le ruego encarecidamente, eso sí, que no maltrate más el hermoso idioma castellano.
Pues si ya nos daña con sus políticas, no nos martirice con su excelsa necedad.