Los libros que ofenden a los contenedores de papel
Hay multitud de objetos, utensilios y recipientes que acompañan la vida de los seres humanos facilitando un desarrollo sostenible de la existencia, que aportan comodidad, servicio público, practicidad y soluciones indispensables para el consumo. Las papeleras, por ejemplo, recogen los deshechos de las prácticas habituales de consumo de la gente; envases vacíos, envoltorios de alimentos ingeridos, papeles inútiles una vez cumplida su misión y un largo etcétera propio del día a día cívico que evita, o debería evitar, arrojar al suelo los desperdicios. Los contenedores azules se erigen majestuosos y receptivos en las calles, sólidos y potentes, para asumir su rol como elemento colaborador indispensable en el reciclaje de cartones y papeles, que una vez cumplida la misión para la que fueron concebidos, puedan hallar un lugar de acumulación que los retorne al origen y los abra a la posibilidad de un nuevo uso posterior en la cadena comercial. Estos contenedores son, por lo tanto, dignos elementos al servicio de las personas conscientes de su utilidad. Esa dignidad mencionada se ve acompañada en ocasiones por la recepción de revistas, periódicos, publicaciones de todo tipo, enciclopedias completas que han sucumbido al progreso informático que ofrece el acceso al conocimiento de un modo inmediato sin ocupar el espacio físico de esos tomos en las estanterías de las casas. Y en determinadas circunstancias, las menos por suerte, los contenedores de papel son receptores de libros. Libros que ya cumplieron su misión y no encuentran la posibilidad de ser transmitidos a bibliotecas, librerías de viejo y usado, u otros particulares que deseen custodiarlos nuevamente. Queda claro con todo lo expuesto que esos depósitos de papel cumplen un gran servicio a la sociedad. Deben ser respetados y cualquier loa hacia ellos es muy merecida.
Ahora llegamos al libro actual; a algunos libros publicados sin cumplir los baremos mínimos de calidad; ejemplares que se saltan la ortografía, la sintaxis, que han sido llevados a la imprenta sin la intervención previa de un profesional de la corrección de textos, sin el asesoramiento de una persona inmersa en la actividad de la edición, sin que el autor se haya formado de ningún modo con anterioridad a lanzarse a escribir. Porque escribir, como todas las demás muestras artísticas, requiere de una preparación de escuela; literaria, de teatro, de pintura, escultura, música, canto, fotografía… Nadie pensará exponer en el Museo del Prado porque en su casa pinta cuadros que quedan muy bonitos y gustan a la familia y los conocidos. Nadie, tampoco, daría un concierto en el Auditorio Nacional porque toca un instrumento y suena bien lo que interpreta. Tampoco estaría una persona en escena en una ópera porque hace sus trinos para los amigos, ni en un teatro porque en su círculo de amistades es un teatrero. Así se podría continuar con el resto de las disciplinas. Pero cuando se escribe un libro a nivel casero, independiente, autodidacta, sí, ahí sí se pone en marcha la maquinaria comercial porque con quinientos o mil euros cada persona puede tener ejemplares en la calle de lo que ha redactado. Esto no devalúa a toda obra independiente publicada, se ciñe a los trabajos literarios malos, malos en la forma, con defectos, con faltas, sin estructura, lo que buenamente le parece a cada cual; el todo vale. Y, ¡No vale todo! Porque el fondo si puede resultar subjetivo, puede gustar o no al lector, siempre y cuando no acumule errores temporales o de veracidad con la historia o los acontecimientos, pero la forma no es subjetiva. Lo que está mal escrito no se puede disculpar ni está sujeto a las opiniones o a los gustos. Lo mal escrito, no tiene dispensa.
Esta realidad que sucede con demasiada frecuencia en el sector literario produce la aparición de libros que, en tiradas cortas, cien a doscientos ejemplares, intentan abrirse camino en la biblioteca de amigos, familiares y lectores que acuden a presentaciones y ferias del libro. Una vez que la persona que ha hecho gala de generosidad llega a su domicilio y lee unas páginas al azar, descubre el fraude; sí, es una desfachatez cobrar dinero por algo defectuoso, pero sucede; se ha convertido en una realidad que perjudica a todos los escritores que publican con editoriales que están situadas fuera de la órbita de las dos grandes plataformas. Dada esa circunstancia, el comprador estafado duda qué destino dar al ejemplar que no va a gozar nunca de la estima del ínclito perjudicado; por una parte, existen razones de peso para tirarlo al cubo de la basura de casa, pero un amante de los libros se resiste a eliminar de ese modo un ejemplar. Resignado, lo sitúa en la estantería de forma temporal; la idea es deshacerse de él a medio plazo, cuando la conciencia sea más razonable a no amontonar cosas inservibles. Otra opción es arrancar la hoja de la dedicatoria y guardarla de recuerdo; el libro en sí, amputadas las palabras de saludo y agradecimiento, está sentenciado por infumable.
Llega el momento crítico de dar sepultura en el contenedor azul a las páginas infames diseñadas por el advenedizo. Horror, ¿qué ha hecho el servidor público, el depósito rectangular de chapa para sufrir tamaña afrenta. Él, que permanece erguido y honorable, no merece la ofensa. Siempre estuvo disponible para la sociedad; recibió de buen grado los deshechos; no puso ni una pega al tragar tanta diversidad caducada, fruto de la materia elaborada desde la madera de los bosques. ¡No! La bazofia no merece un funeral tan digno siendo recogida en el contenedor de papel. ¡A la pira con ellos! ¡Qué las páginas convertidas en pavesas desaparezcan con el viento en la infinitud de la inexistencia!
Respeto a la dignidad de los contenedores azules. No a los libros que representan una ofensa.