La libertad abierta de expresión (y opinión) en peligro
Ya estamos tan acostumbrados que no nos impresiona, aunque, por primera vez en la historia de la humanidad, prácticamente cualquier persona en cualquier lugar puede difundir sin restricciones, o casi, pensamientos, opiniones, imágenes, en las redes sociales, capilares en el ancho mundo. La tecnología numérica ha abierto un espacio de libertad de expresión inaudita hasta hace pocos años, se trata de hecho revolucionariamente excepcional. Emergen modalidades inéditas de difusión digital, calificadas virales por su analogía con la propagación de enfermedades contagiosas. Como todo en esta vida, las mejores cosas también canalizan efectos perversos. Se impone, como mínimo, proteger a los niños de la pornografía, pedofilia, adicciones al juego y otras situaciones malsanas para ellos y la sociedad. A partir de dieciocho años somos legalmente mayores de edad si bien algunos no alcancen nunca la madurez intelectual. Nadie debe atribuirse prerrogativas paternalistas en aras de desasnarnos si nos equivocamos: sería violar descaradamente el derecho al error. Ese derecho lo reclamo para mí, no veo razón para negárselo a los demás.
No obstante, difamación, falsificación e invención de hechos, odio para con personas por sus opiniones, apología del terrorismo/asesinato son, entre otras, actitudes socialmente tóxicas. Las leyes, en todos los países civilizados, las proscriben. Los medios de masa tradicionales siempre han estado atentos a no violar los principios jurídicos al respecto. Hasta hace poco. Quien lea ocasionalmente los comentarios online a los artículos de opinión en la prensa habrá constatado la pertinencia de la Ley de Godwin: a medida que se alarga un debate en la red la probabilidad de que aparezca una analogía con Hitler o los nazis tiende a 1. La analogía es recurrente en relación con Trump o Musk o cualquiera que exprese opiniones conservadoras. Lo de fachas es insulto menor. Y ello no es delito, al parecer, como no lo fue que El País hubiese publicado comentarios de lectores lamentándose de que las balas no hubiesen alcanzado a Trump al tiempo que deseaban enfáticamente que la próxima vez acabasen con él. Pero, claro, los que hacen EP están ungidos con la gracia de ser los enviados de Antonio Machado, Almodóvar y Greta Thunberg en este bajo mundo.
El ciberespacio ampara comportamientos reprobables, judicialmente perseguibles, empopados por libertad teóricamente irrestricta, toda vez que muchos internautas se cobijan en la extraterritorialidad. Para poner fin a este estado de cosas, o acotar sus efectos, han surgido, aquí y allí, reglamentaciones aparentemente bienintencionadas (por ejemplo, la DSA-Digital Service Act, parida por los gnomos de Bruselas con el fatuo Thierry Breton en cabeza, recientemente decapitado), políticamente discutibles sabedores de como se las gastan ciertas instituciones en estos tiempos de wokismo panfletario generalizado. Y persecución a ultranza de la incómoda disidencia. Porque, seamos claros, lo que late en el fondo de la DSA (y las específicas propuestas de Sánchez para España, control de medios mediante) es el embridado de la libertad de expresión y opinión de los bullshitter y combatir la posverdad.
Según las eminencias izquierdistas en España, EEUU o Bruselas, la falsa creencia o bullshit encarna el contenido de la adhesión obstinadamente emotiva, casi enfermiza o fanática, a la posverdad. Evidentemente, bullshitter y posverdad son sesgados neologismos utilizados profusamente por influyentes medios progresistas contra los conservadores que no se someten al decálogo político, social y cultural impuesto. Dando por sentado implícitamente que izquierda y progresistas no incurren en posverdad, aunque digan intencionadamente sandeces como que el cambio climático mató al monstruo del Lago Ness. Según la vulgata progresista, los bullshitters son imbéciles siniestros, reaccionarios, populistas elementales. Desde el enfoque de la izquierda postinera, mundana, cosmopolita y estupenda –tipo Lilith Verstrynge- los bullshitters son descerebrados analfabetos manipulados por demagogos, simpatizantes de Trump, de Orban, de Vox, machistas, racistas, indiferentes al cambio climático o reacios a las medidas para combatirlo, etc. Para la casta progresista también son enemigos de la plurinacionalidad de los Estados históricos, férvidos oponentes de la multiculturalidad, de la inmigración, del feminismo y de las minorías con preferencias sexuales divergentes respecto al nefasto canon patriarcal impuesto secularmente por el Hombre Blanco, son terraplanistas, complotistas, conspiranoicos. Los bullshitters, para el canon progresista, son pura morralla humana. ¿Y quién no está de acuerdo en amordazar a la morralla humana? Roma locuta, causa finita.
Cuando las mentiras o falsedades se difunden masivamente/viralmente devienen fake news, en expresión consagrada para estigmatizar a los conservadores. A los que atribuyen bulos/posverdades de apariencia seria y objetiva cuya finalidad es desinformar a parte de la opinión pública con la intención deliberada de perjudicar, engañar, inducir a error, manipular decisiones personales, desprestigiar o enaltecer a una institución, entidad o persona u obtener rédito político. Si el término posverdad hubiese nacido con carácter objetivo para mostrar como los sesgos de confirmación se cuelan en el debate político se podría ver en ello una aplicación de las ciencias cognitivas a la política o a la propaganda, pero dado que su finalidad es desprestigiar a los conservadores el término deviene en puro y tramposo instrumento de represión intelectual.
Ocurre que en la Red hay actores muy lúcidos, sin adscripción ideológica fanatizada, a quienes el postureo democrático de la Von der Lerda, Sánchez o Macron los agarra, a estas alturas, muy fogueados y dispuestos a resistir al enrasado cerebral en marcha. Una cosa es prohibir la difusión online de videos de Hamás o discursos flagrantemente terroristas y otra, bien distinta, cerrar cuentas de personas que dudan de los fundamentos científicos de las causas del cambio climático (no del cambio en sí mismo) o de los beneficios incuestionables de la vacunación (pretendidos propagandísticamente universales) y medidas anticonstitucionales de restricciones a la movilidad social. Los anteriores propietarios de Twitter cerraron a mansalva cuentas políticamente incómodas. No olvidemos que a Trump -los copitos de nieve, aguerridas feministas, vividores ecologistas, grupos de presión farmacéuticos, el lobby armamentístico, antirracistas profesionalizados y la masa doliente de la corrupción demócrata estadounidense- lo expulsaron de Twitter por presión hasta que Musk, con ímpetu libertario indescriptible y jugándose el propio patrimonio, lo rescató. Esos son webbos democráticos, que no demócratas, privilegiando el acceso abierto y la transparencia de la que, hipócritamente, se jactan los censores en manguitos. La opinión la forjan los llamados creadores de opinión, generalmente en los medios tradicionales. La chusma -de derechas o izquierdas, de todo hay- los sigue, hipertrofiando opiniones y añadiendo de su cosecha lo que refuerza su opinión pero que por el exceso obtiene el efecto contrario. El exceso acaba creando anticuerpos de escepticismo en el tejido social y finalmente casi todo el mundo se inmuniza contra las falsas noticias, al tiempo que la ley de los grandes números equilibra los efectos.
Propagandísticamente, la susodicha DSA implementada por los gnomos de Bruselas limitaría los efectos nefastos de la difusión viral de informaciones falaces en el ciberespacio y, por tanto, los problemas antes mencionados quedarían resueltos. Concretamente, la DSA impone que lo que sea ilegal en el espacio de comunicación tradicional lo sea asimismo online. Con lo cual se garantizaría la libertad de expresión de toda persona democráticamente sana, por carta de probanza de la nueva casta inquisitorial, evitando las derivas de la infox infractora de la ley común. Del dicho al hecho va un trecho. A título de ilustración, se registran alrededor de setecientos millones de tuits diariamente. Es ilusorio pretender controlarlos uno a uno por nutrido que sea el ejército de censores. En consecuencia, la selección discriminatoria hacia la creencia, persona o posición política estigmatizada previamente por quienes están habilitados para ello (los representantes de la militancia woke y portamaletas adjuntos) facilitaría materialmente la censura. A tal fin, las instituciones bienintencionadamente represoras exigen a las plataformas proceder por sí mismas al autocontrol aprontando los medios necesarios. En algunos casos es razonable –los videos de Hamás, quedó dicho- en otros es puro sesgo ideológico. Ese autocontrol representa generalmente para los operadores numéricos dificultad infranqueable. Pero las instituciones reglamentistas –que muy astutamente apuntan por elevación conscientes que en la práctica deben rebajar sus exigencias- chamarilean proponiendo que se cumplan, al menos, algunas demandas cruciales políticamente: a fulanito no me lo toquéis, a Trump y Bolsonaro, canceladlos. A ver quién es capaz de cancelar la sororidad tóxica en las redes. Ay, esas feministas que meten mano a jovencitas borrachas y encocadas mientras le susurran al oído que hay que cancelar la falocracia patriarcal. Y se engallan y empoderan contándolo en las redes a su manera, a lo Dominguín, sufragadas por la aprobación incondicional de hombres con idéntico temple moral y leyes ad hoc. A esta casta, pierdan cuidado, no la cancelarán jamás en las redes, no. A mi tampoco: no estoy en las redes.