La sonrisa de Joker
En estos días hemos asistido a un desfile de sonrisas y lágrimas. No seré yo quien entre a comentarlas porque pueden ser de muchos tipos. Hay sonrisas que calientan las miradas y reavivan los recuerdos. Otras, fingidas, enigmáticas o malintencionadas, transmiten mejor que las propias palabras. También las hay maliciosas, son las que destilan litros de complicidad, inteligencia o deseo seduciendo al alma y al cuerpo. Por haber, hay sonrisas sinceras que no esperan nada a cambio, las que cuando empiezan contagian y, esté quien esté a tú lado, acaba riéndose a carcajadas. Las que achinan los ojos y hacen que te salgan arruguitas a los lados. Esas son mis preferidas, las que dejan una estela blanca cuando liberan caudales de endorfinas y serotonina, obligando a trabajar a una docena de músculos faciales.
Luego están las otras. Las falsas, las histriónicas, las prepotentes. Las que estremecen. Hace un tiempo leí una reseña de uno de los personajes que fascinan a mi nieto y, en su día, nos sedujeron a su padre y a mí, Joker: La Sonrisa del Demonio. En el fondo no es más que la eterna lucha entre el bien y el mal. Dos villanos que se unen contra Batman a pesar de tener una personalidad y una forma de ver el mundo totalmente diferente. Mi nieto quiso ser Batman y a mí no me quedó otra que convertirme en Joker. Al fin y al cabo, en alguna de sus múltiples versiones tuvo un pasado honesto hasta que, como el comodín de la baraja, cambió la dirección del juego. Le pasó lo contrario que a Obélix cuando se cayó en la marmita de la poción mágica. Joker se hundió en un pozo de desechos químicos, y el ácido le desfiguró la cara. Se convirtió en malo. A mi modo de ver un motivo grave pero insuficiente, para volverse pérfido y utilizar entre sus armas, el gas de la risa o el veneno de la guasa. También podría haberse hecho la cirugía estética y tal vez otro gallo nos cantara. Pero quién soy yo para opinar si nunca se me achicharró el semblante.
El personaje del Joker tuvo un éxito sin precedentes y lo llevaron al cine y a la televisión. En el cine, sirvió a los guionistas para hablar de traumas infantiles, desolación y salud mental. Arthur Fleck, Joker, es un americano con antecedentes psiquiátricos que vive con su madre y trabaja como payaso. Sus aspiraciones son nobles: dar felicidad a los niños, convertirse en un comediante de éxito y obtener el reconocimiento de Murray, un famoso presentador de televisión a quien admira casi como a un padre. En el transcurso de la película, el personaje pasa por diversos sucesos que hacen que su psique quiebre y tenga reacciones violentas hasta el punto de llegar a perder la noción de la realidad y sentirse omnipotente. Se convierte en un ser maligno que abandera una violenta revolución de payasos que se levantan en armas contra el sistema. Pero se les va mucho la mano. Por si fuera poco, su problema neurológico le hace reír de manera incontrolada cuando se pone nervioso. En una de sus actuaciones, el nerviosismo lo puede y, sin querer, se encuentra riendo tan fuerte que apenas puede hablar frente al micrófono. Se lo toma tan a pecho que investiga sus antecedentes médicos y averigua que la probable causa de lo que padece es que tiene una lesión en la cabeza. A partir de ahí cruza la línea de la locura y sus ansias de poder solo son comparables con las de la venganza. Al final, será incapaz de sonsacar a la gente ni una sola sonrisa.
Me llamarán frívola, pero puesta a elegir prefiero las risas contagiosas como la del exministro Margallo; las pícaras y seductoras como las de Harrison Ford y Tom Cruise y, si me apuran mucho, la de Jerry Lewis en el profesor chiflado, porque la de Joker es como la de Anthony Perkins en Psicosis, atravesada, y confieso que en el fondo me da miedo. Mucho miedo. En todo caso, no se olviden de lo que dice Manuel Jabois, para fastidiar a la gente hay que sonreír siempre. Sonrían, no queda otra.
Maribel Barreiro es jurista y escritora.
Autora del libro de relatos
De príncipes azules y otros cuentos