La intimidad del jardín
Todo jardín es un recuerdo del Paraíso perdido, centro del cual hemos sido expulsados y en cuya nostalgia, que brota de una carencia, habita el sueño de la recuperación. Relacionado con la unidad primordial, de la que todo emerge y a la que todo retorna, el jardín se muestra como el estado de inocencia natural, donde el espacio y el tiempo no transcurren. En las distintas tradiciones, la intimidad del jardín sirve para mantener la armonía y la proporción, de la que participan la música y la poesía. Al ser un reflejo de la armonía cósmica, el jardín contiene la totalidad, en la que se integran el cielo y la tierra, lo material y lo espiritual, lo subjetivo y lo objetivo, que deben ser trascendidos y unificados en la simplicidad de la naturaleza, principio del que todo surge y que contiene todas las posibilidades. En el jardín taoísta, donde el microcosmos va ligado al macrocosmos, el hombre aparece como intermediario entre las dos fuerzas contradictorias y complementarias de la montaña y el agua, que simbolizan el yin y el yan y encarnan la totalidad del cosmos en un solo lugar. De este modo, entrar en el jardín equivale a formar parte del mundo, de una totalidad espacio-temporal, en la que la sucesión se combina con la unidad, lo efímero con lo eterno, la pérdida con el descubrimiento (“Pero perderse es la condición misma de posibilidad para todo descubrimiento, el único medio para encontrarse verdaderamente a uno mismo”, escribe M.Jakob en El jardín y la representación). En los jardines del mundo clásico, las fuentes estaban custodiadas por las ninfas, según vemos en obras como El jardín del sueño de Panfilio, donde el hilo de las ninfas, semejante al de las parcas, simboliza el fluir de la vida. En ambos casos, el jardín aparece como medida de lo específicamente humano, que tiene vida propia en el silencio interior, por lo que el jardín no es sólo un lugar de paso, sino un espacio en el que instalarse, un lugar natural, libre y espontáneo, dedicado a la meditación.
Dentro de la cultura occidental cristiana, que a lo largo de la Edad Media hizo de la Orden de Caballería un Jardín de Amor, la fuerza expansiva y trascendental de la rosa, que arrastra el lucidus ordo del paraíso horaciano, se refleja en el arquetipo ideal de la “rosa blanca” dentro de la Divina Comedia (“En forma de una cándida rosa / se me mostró la milicia santa, / que con su sangre Cristo la hizo esposa”, Paraíso, XXXI, 1-3), cuya versión del Empíreo, que aparece como culminación del viaje iniciático a través de la “selva oscura”, va más allá de la interpretación trinitaria y mariológica hasta convertirse en la expresión ideal de la “luz eterna”, simbolizada por Beatriz, la cual, como “viva stella”, en analogía con María, dirige a los navegantes hacia el puerto de la salvación. Así pues, la contemplación de Beatriz como “amada angelical”, que ocupa el lugar de la “cándida rosa”, le ayuda al poeta a conocerse mejor, a lograr la unidad de sentimiento y pensamiento, latente en el espacio distinto de todo jardín (“Los jardines, todo jardín, es el hacerse lugar de un sentimiento y de un pensamiento; más aún, de la unidad inseparable de sentimiento y pensamiento en la que siempre el pensamiento es pensamiento de un sentimiento, y el sentimiento es sentimiento de un pensamiento”, señala Rosario Assunto en Ontología y teleología del jardín, p.35). De esta manera, el jardín no es algo exterior, sino el espacio íntimo donde el mundo se interioriza y la palabra poética, nacida de esa interioridad, nos permite ir más allá de nosotros mismos.
La visión armónica del hortus conclusus medieval apenas se altera en el platonismo renacentista, asentado en Toscana, donde la arquitectura ordenada no hace más que reflejar la sensibilidad del jardinero latino. No sucede lo mismo con el jardín barroco, cuya geometría desarticulada sirve de contrapunto a la armonía renacentista y en la que la duración vegetal va más allá de toda disolución para recuperar la inocencia perdida, revelándose como espacio natural de asentamiento (“Para nosotros, el barroco nace en el jardín. Nace naturalmente, se encuentra en él como en su casa”, afirma N.M. Rubió y Tudurí en Del Paraíso al jardín latino, p.180). Así lo vemos en la última estrofa del poema “The Garden”, del poeta metafísico inglés Andrew Marvell (“Cuán bien ha diseñado el hábil Jardinero / este nuevo Cuadrante con hierbas y con flores, / donde desde lo alto el sol menos ardiente / corre a través de un Zodíaco fragante; / y en su trabajo la industriosa abeja / computa el propio tiempo lo mismo que nosotros. / ¡Sólo podrían horas tan íntegras y dulces / con hierbas y con flores ser contadas!”), donde la duración del tiempo vegetal, al que aluden los dos últimos versos, matizados mediante la exclamación, que pone de manifiesto la actitud subjetiva del hablante, sirve para recuperar la inocencia natural como imagen del estado de indistinción en el que la escritura empieza a formarse. La visión de ese mundo vegetal, donde las flores y las plantas cuentan las horas, alude al tiempo incierto de la espera, de algo que se oculta y retorna implacablemente.
La continuidad entre el Neoclasicismo y el Romanticismo alcanza una de sus visiones fundamentales en la naturaleza sentida como libertad. Para Schiller, el arte del jardín debe imitar la libre espontaneidad de la naturaleza (“Dar libertad por medio de la libertad”, señala en las Cartas sobre la educación estética del hombre), y lo que hace el jardín, como proyección del paisaje, es trascender lo inmediato en el ideal de la belleza cambiante, que vuelve infinito lo efímero del espacio y el tiempo. Esta exigencia romántica de contemplar la naturaleza desde el punto de vista de la infinitud, que en el fondo responde a un deseo de restituir la unidad, convierte el jardín en el lugar no accesible para los extraños, del que había hablado ya Pedro Soto de Rojas en su obra Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos (1627), identificando la mujer con el jardín y haciendo de éste el lugar de una espera que no se cumple (“Ah, tú eres los jardines / con cuánta esperanza los miro”, dice Rilke en el poema introductorio a las Poesías juveniles). La metáfora del jardín cerrado, que procede del Cantar de los Cantares (“Huerto eres cerrado, / hermana mía, esposa / huerto cerrado, / fuente sellada”, 4, 12), y simboliza la belleza absoluta, hace del jardín el lugar de la representación del amor, descrito por la pintura y la poesía, un alma en la que todo se armoniza (“igual que las palabras del poema y los colores del cuadro se encienden mutuamente, vibran mutuamente y mutuamente se animan”, escribe Hofmannsthal en su ensayo sobre los jardines, de 1903). Por esta razón, al ser el jardín individual e irrepetible en cada una de sus manifestaciones, deja de reducirse a un único espacio verde para convertirse en una representación del mundo. Esto es lo que ocurre en el cuento de Borges “El jardín de senderos que se bifurcan”, incluido en su libro Ficciones (1944), donde el jardín, transformado en laberinto, se convierte en el libro del universo (“Ts’ui Pen diría una vez: Me retiro a escribir un libro. Y otra: Me retiro a construir un laberinto. Todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto”). El laberinto, asociado a la profundidad de la gruta o la caverna, imágenes del refugio, simboliza la aventura de la creación poética, la cual, en su ir más allá de las palabras, se opone a la opacidad del mundo y nos abre a la luz de la materia original. En este sentido, atravesar el jardín o cruzar el laberinto no debería ser distinto de escribir poesía, pues la operación esencial de ésta consiste en crear nuevos espacios de creación, hablando a través de las distintas máscaras y mostrando una capacidad de vuelo en el tiempo que dura la lectura.