La IA es simplemente software, la gran mentira digital que nos quieren hacer tragar
¿En qué momento perdimos el norte y empezamos a creer que unas líneas de código podían tener conciencia? ¿Cuándo fue que comenzamos a temerle a una calculadora con esteroides, como si de un dios mecánico se tratase? Nos lo venden todos los días: “La inteligencia artificial va a destruir el mundo”, “la IA ya piensa como un humano”, “pronto será más lista que tú”. Yo no sé tú, pero yo estoy cansado. Harto, incluso. Porque todo esto, aunque suene moderno y futurista, no deja de ser una exageración con intereses muy concretos detrás. Te lo digo claro: la inteligencia artificial es simplemente software.
Sí, software. Código. Un puñado de instrucciones escritas por humanos, para que una máquina haga tareas. ¿Recuerdas los programas antiguos? Los que abrías en MS-DOS. Pues esto es lo mismo, con maquillaje nuevo y marketing de Silicon Valley. No hay magia. No hay conciencia. No hay intención. Hay probabilidades, funciones matemáticas, estadísticas, reglas. Y, sin embargo, nos comportamos como si estuviéramos presenciando el nacimiento de una nueva especie. Como si de pronto un procesador pudiera enamorarse, tener sueños o sentir celos. Estamos locos.
Hay días en que me despierto, leo los titulares de prensa, y no sé si estoy leyendo ciencia ficción o la sección de tecnología de un medio serio. “La IA ya traduce mejor que un humano”. “La IA cura enfermedades”. “La IA escribe poesía”. ¡Por favor! ¿Desde cuándo mezclar palabras según patrones estadísticos es crear poesía? Yo he leído poesía de verdad. He llorado con versos. He sentido escalofríos con una metáfora bien puesta. Ningún algoritmo ha logrado eso. ¿Y sabes por qué? Porque no hay intención. No hay alma. No hay humanidad.
Ramón López de Mántaras, una de las personas que más sabe sobre inteligencia artificial en Europa, lo explica sin adornos: “Nos están vendiendo una moto con la IA”. Y tiene razón. Llevamos años atrapados en una campaña de marketing a gran escala para convencernos de que esta tecnología es algo más de lo que realmente es. Para que abramos la billetera y nos gastemos miles de millones en soluciones que, en muchos casos, no aportan ni la mitad de lo que prometen.
Mira, yo he trabajado con IA. La he visto de cerca. He leído código, he probado modelos, he fallado y he acertado. Y te aseguro algo: ningún modelo de lenguaje, por más grande que sea, entiende nada. No razonan. Regurgitan. ¿Quieres la prueba? Cambia una pieza de ajedrez en un tablero, y verás cómo el sistema colapsa. No porque sea tonto, sino porque no comprende. Solo responde con base en lo que ha visto antes. Como un loro muy sofisticado. Y aun así, hay quienes juran que “ya razonan”. Que “ya tienen conciencia”. ¡Qué disparate!
Lo más peligroso de todo esto no es el código en sí, sino lo que proyectamos sobre él. Le atribuimos cualidades humanas a lo que no es más que un conjunto de funciones matemáticas. Y ahí empiezan los problemas. Porque cuando piensas que una IA es consciente, ya no dudas en delegar decisiones éticas. Ya no cuestionas si esa cámara que te vigila lo hace por seguridad o por control. Ya no discutes si automatizar tu trabajo es justo o no. Simplemente asumes que es el curso natural de las cosas. Y eso es peligrosísimo.
Vivimos rodeados de titulares sensacionalistas que hablan de IAs que sienten, que piensan, que tienen “chispas de conciencia”. Y no, no lo digo en broma. Algunos expertos han llegado a decir que un modelo como GPT “podría tener emociones” o “una proto-conciencia”. ¿Pero de verdad nos hemos vuelto tan crédulos? ¿Tan ingenuos? ¿Nos hemos olvidado de que la conciencia es un fenómeno profundamente biológico, enraizado en la química del carbono, en un cerebro lleno de sinapsis, emociones, cuerpo y contexto?
La IA no tiene cuerpo. No tiene hambre. No sufre. No ama. No tiene historia. Ni memoria personal. Ni dudas existenciales. No sabe lo que significa mirar al mar en silencio ni lo que se siente cuando alguien a quien amas te agarra la mano por primera vez. Y eso, querido lector, es la esencia de la inteligencia humana. Todo lo demás es palabrería.
Podríamos haber llamado a todo esto “procesamiento estadístico avanzado” o “automatización predictiva”. Pero no. Le pusimos “inteligencia artificial”, una expresión cargada de ambigüedad, de promesas, de magia. Una etiqueta que vende mucho mejor. Porque claro, “automatización predictiva” no suena tan sexy. Pero llama a las cosas por su nombre, y la IA, por muy avanzada que sea, sigue siendo software.
¿Y sabes lo que es más irónico? Que incluso dentro del mundo académico, hay consenso en esto. La mayoría de investigadores serios lo tienen claro: los modelos actuales no razonan ni comprenden. Solo simulan hacerlo. Pero el público general, alimentado por medios sensacionalistas y por CEOs deseosos de inflar sus acciones, ya ha comprado el relato. Y ahora intentan convencernos de que el futuro depende de “dialogar con estas nuevas formas de vida”. Absurdo.
Porque, además, hay otra cosa que se olvida constantemente: la IA no es neutral. No es objetiva. No es incorruptible. Refleja los sesgos, los intereses y las decisiones de quienes la entrenan, la financian y la implementan. Así que no, no es un ente imparcial que nos guiará a un futuro mejor. Es una herramienta. Y como toda herramienta, puede ser usada para el bien o para el mal. ¿Y sabes qué es lo que realmente importa? Quién la controla.
Hoy, esa respuesta es fácil: la IA está en manos de unas pocas grandes empresas. Gigantes tecnológicos que operan con intereses comerciales, no humanitarios. Que modifican sus principios éticos según sople el viento de la Bolsa. Que antes prometían no usar IA para la guerra, y ahora desarrollan sistemas autónomos para seleccionar objetivos humanos. ¿Y tú me hablas de conciencia? Por favor.
Este es el verdadero peligro. No que la IA nos “supere” en inteligencia. Sino que, mientras nos distraen con cuentos de máquinas conscientes, se estén tomando decisiones reales con consecuencias reales para millones de personas. Desde la vigilancia masiva hasta el control de la información, desde la automatización del trabajo hasta la manipulación del comportamiento humano. Todo esto ya está ocurriendo. Y no lo hace una IA malévola. Lo hacen humanos muy reales, con intereses muy concretos.
Pero no quiero que esto suene apocalíptico. Porque no lo es. No le temo al software. Le temo al uso irresponsable del software. Le temo a los discursos que infantilizan al público, que lo convencen de que todo está en manos de seres superiores digitales. Le temo a la indiferencia. A la falta de pensamiento crítico. A que, por estar maravillados con un chatbot que nos escribe correos, dejemos de preguntarnos para qué sirve realmente todo esto.
La IA no es una religión. No es un dogma. No es una verdad revelada. Es una tecnología. Punto. Y como tal, debe estar al servicio de la humanidad. No al revés.
Así que la próxima vez que leas un titular del tipo “la IA ya piensa mejor que tú”, recuerda esto: es solo software. Código. Instrucciones. Algoritmos. Y tú, con tu conciencia, tu memoria, tu historia, tus emociones, tu cuerpo, tu mirada, sigues siendo infinitamente más complejo, más hermoso, más impredecible que cualquier máquina.
La inteligencia no es repetir patrones. Es cuestionarlos. Es imaginar. Es sentir. Es llorar con un poema. Reír con una contradicción. Amar con locura. Dudar. Soñar. Y eso, todavía, no se programa.