Hay que repensar
Desde la rabia y la frustración escribo esta columna.
El dolor por tantas víctimas, fruto de esta malhadada dana que ha asolado algunas regiones del levante español, atenaza el alma y casi hasta las ideas.
Como era de esperar y en una sociedad tan cainita como la nuestra —y más en los tiempos actuales, donde se ha rescatado del cajón del olvido un repugnante guerracivilismo—, en cuanto pasaron los momentos iniciales han comenzado las refriegas, inculpaciones y exculpaciones.
Y efectivamente, ahí están ya emergiendo, y no con tibieza ni diplomacia, las primeras pedradas de unos contra otros.
Que si la Comunidad Valenciana actuó tarde, que si la alerta roja se activó a destiempo, que si el ejército no actuó con más celeridad porque Mazón puso dificultades, que si una tal Unidad Valenciana de Emergencias —que, por cierto, existía solo en el papel— fue desactivada por los políticos autonómicos, que si el Gobierno central se cruzó de brazos y no declaró el estado de alarma como hubiera correspondido ante semejante catástrofe, que cómo pudo la Mesa del Congreso suspender la sesión del Parlamento ante la tragedia desatada, pero hizo una excepción para aprobar un aumento de impuestos y el nombramiento de «sus» Consejeros en RTVE, que estos sucesos son culpa del cambio climático y solo queda resignarse o, en momentos de calentura y rabia mental, echar la culpa a los negacionistas, y hasta hay quien ha visto en esto un castigo divino por nuestras iniquidades... Y así, podríamos seguir ad infinitum en eso que nos gusta tanto a los españoles: señalar al contrario y derivar la culpa a otros.
¿Y nosotros?
Individual o colectivamente es posible que seamos también corresponsables, por acción u omisión, en sucesos de esta índole, porque de alguna forma siempre hay algo que se podría o debería haber hecho para minimizar los efectos, reducir los daños o evitarlos enteramente.
Catástrofes provocadas por danas, riadas, avalanchas, tormentas, trombas o como se le quiera llamar hoy, han ocurrido ya antes y con terribles cifras de muertos en su fúnebre historial.
La riada del Turia en 1957, de similares características a la actual dana, dejó 81 muertos. Pero es que años después, en 1982, fue la presa de Tous la que reventó por lluvias torrenciales y dejó un balance de 40 fallecidos. También, previamente, en 1973, y con precipitaciones muy superiores a las actuales —recordemos que ahora han sido 460 litros por metro cuadrado—, algunas zonas de las provincias de Granada, Murcia y Almería sufrieron una gran devastación por inundaciones, dejando un saldo de más de 500 fallecidos. Fue después, en el camping de Biescas, en 1996, donde se produjo otro desastre provocado por una fortísima tormenta, que arrebató la vida a 87 personas que vacacionaban pacíficamente. Y parece que se ha olvidado, pero la riada de La Safor en 1987, Valencia también, sufrió precipitaciones de 817 litros —casi el doble a las habidas por la dana actual—, provocando graves desbordamientos y anegando zonas enormes en Gandía y Oliva, si bien, en esa oportunidad, con un balance más benigno de fallecidos.
En fin, disculpen esta relación de catástrofes con saldos tan negativos para personas y cosas, pero las mismas evidencian, con claridad meridiana, que este tipo de circunstancias meteorológicas han existido, existen y existirán.
Es —llegado a este punto de reflexión y cuando el condolerse «a toro pasado» no sirve de nada—, el momento de pensar en qué se ha fallado o qué no se ha hecho bien. Y ahí es cuando aparecen en primer lugar los políticos, como responsables de la cosa pública y, también, los ciudadanos que los eligen por no haber acertado en la designación de los mejores, los más dignos, coherentes y entregados a la buena gestión y el bienestar de sus conciudadanos. Porque tiene que ser labor de los mismos, en esa zona de nuestra geografía tan proclive a siniestros, la de prever y tomar decisiones acerca de la seguridad de los habitantes que allí viven y que, con harta frecuencia —como se colige de las referencias anteriores—, se ven sometidos a inclemencias cíclicas que tanto daño, dolor y sufrimiento provocan.
Y es conocido y avalado por los geólogos, que la ciudad de Valencia está asentada, en gran parte, sobre zonas inundables. Y que el Delta del Ebro y la Albufera están considerados como dos de los humedales más importantes de España y se corresponden, por inconcebible que resulte, a un área donde habitan cerca de un millón de personas.
Luego, si de verdad queremos evitar futuras desgracias, tal vez debiéramos empezar por revisar algunos asentamientos actuales que, más antes que después, volverán a inundarse. Porque, como la experiencia y la estadística señalan, solo es cuestión de tiempo.
¡Pues empecemos por ahí!