Plano secuencia

Geografías en carboncillo

¿Dónde está el Paraíso? El topógrafo se reconoce un ser de contornos y dimensiones sentimentales. Desde niño le gusta crear geografías de espejismos: construye pequeñas canchas de fútbol para jugadores de chapas, diseña ficticias carreteras con que hacer competir a ciclistas de corcholata, planea rayuelas en calles de arena, obra extraños circuitos en un barro en el que clavar limas y abre la tierra para construir guas que permitan divertirse con las canicas compradas en el comercio del señor Mariano. Y, con más gusto, dibuja fantasías sombreadas de lapicero. Hasta un arrugado folio blanco es espacio donde concebir inventados mapamundis de logros personales. El papel cebolla también vale para copiar escenarios creativos de Emilio Salgari o para trazar planos de los mundos de Julio Verne. Entonces, se comprende que cada tarde salga corriendo del colegio, a fin de llenarse de una libertad con que dominar descampados con un balón, jugar al escondite en aquella Plaza Romana y cubrirse de atardeceres infinitos, solo limitados por la escuadra de la madre y un cartabón paterno. Hoy en día, gracias al ordenador, ha aprendido que incluso lo incompleto vivido o lo desmoronado por crisis afectivas sirve a la hora de hacer nuevos caminos íntimos; y ello, mediante una particular anastilosis, esa técnica de reconstrucción de una realidad en ruinas a partir del ajuste de sus elementos dispersos. La idea de sentirse feliz, no importa el escenario, su razón máxima. ¿Verdad, Chuck Mangione, mientras tocas Feels so good? Igualmente, ese propósito lo defiende frente a un milímetro de terreno vital recién descubierto, a pesar de los desniveles de sus carencias personales. Cualquier lugar, aunque se trate de una minúscula área (física o no), lo precisa como una vía hacia victorias privadas. Y ahí acotamos las razones por las que se siente solidario con los que reciben carcajadas ante empresas que buscan aun mínimos territorios, como esas risas del astronauta Georges Taylor al ver a su camarada Landon colocar una ridícula banderita de posesión en el desconocido mundo de El planeta de los simios (Franklin J. Schaffner, 1968). Nunca ser conquistador de nada, se dice a sí mismo. Sin embargo, en caso de que sus estrategias fallen, no deja de recurrir a la definición de líneas y niveles existenciales que mejor domina: soñar. «¿Sabe lo que hago? ¡Sueño!», dice Isabel en Calle Mayor (Juan Antonio Bardem, 1956).

La idea de encontrar rincones extraordinarios, también mágicos, quiméricos o utópicos, ha sido tarea entre los seres humanos desde siempre. Y es que el topógrafo cree que nacemos con la meta(física) de alcanzar todo tipo de horizontes, incluidos los perdidos (Frank Capra, 1937). Su pensamiento de que es posible ir más allá le (con)mueve. Y cuando hay obstáculos, estima obligatorio intentar acceder a lo pretendido o, al menos, llenarse un poquito con objetivos de tangibilidad. Y, así, atreverse a hacer real y a ubicar hasta los lugares más imaginarios, como se hizo con Atlántida, isla más allá de las Columnas de Hércules, dibujada en un mapa de Athanasius Kircher (1669), o con Hiperbórea, tierra que Abraham Ortelius (1597) ilustra en el área polar, o con Tule, isla plasmada en imagen por Olaus Magnus (1539). Y uno tiene, a la vez, Camelot, El Dorado, el País de Jauja, el reino del Preste Juan, las Siete Ciudades, por ejemplo. Y si no hay más remedio que toparse con el fracaso, discurrir y dar por cierto y seguro lo que no es, en última instancia. Y el topógrafo vuelve a recordar a Isabel.

¿Y qué trazos de carboncillo tienen los valiosos puntos de pasado al regresar a ellos? ¿Netos, apuntados, sintéticos, justos, emulando a Juan Ramón Jiménez en 1922 ante su concepto de sencillez? Ahí el técnico de la escala se sorprende al hallarlos dimensionados en mayor grado de lo que son en verdad. ¿Quién no se acuerda de esos míticos relieves de niñez que se antojan de adultos como sitios de gigante, viéndonos convertidos en Lemuel Gulliver en las tierras de Brobdingnag (Jonathan Swift, 1726)? Un árbol enorme, una casa grande, un jardín inmenso… y, más tarde, cuando hay un reencuentro, el descubrimiento del poderoso encanto de la memoria: el tiempo aumenta lo pretérito amado. El especialista reflexiona ahora sobre si a lo mejor el Paraíso está en las superficies que alcanzan nuestros primeros deseos o, por qué no, en las tierras que cubre la nostalgia de lo que fantaseamos de pequeños. «¿Cuántas veces más recordarás una cierta tarde de tu infancia? Una tarde tan arraigada en tu ser que no puedes concebir tu vida sin ella. Quizás tres o cuatro veces. Quizás menos. ¿Cuántas veces contemplarás la luna llena? Veinte, quizás. Sin embargo, nada parece tener límite», el topógrafo escribe con lápiz lo que escucha a Paul Bowles en El cielo protector (Bernardo Bertolucci, 1990).