De gallos y gallinas
Recientemente hemos conocido y vivido dos situaciones tan ridículas como pintorescas aunque, una de ellas, además, cargada de maldad. Ambas protagonizadas por líderes políticos de izquierdas y casi con el mismo nombre. Petro, en Colombia y Pedro, en España.
Vayamos por partes, que la cosa fue buena.
El primero, y como a ritmo de vallenato, tuvo un arranque de gallardía y patrioterismo barato cuando se negó —en un gesto absolutamente imbécil y estéril— a recibir a sus conciudadanos deportados desde Estados Unidos, porque llegaban en un avión militar.
Digo y repito y remarco lo de gesto imbécil, porque nadie puede negarse a recibir a sus ciudadanos —ilegales en otro país—, cuando son deportados. Es como el que devuelve el perrito al vecino, porque ha cruzado a su jardín, y el otro se niega a recibirlo. Imbécil de toda imbecilidad e idiota de toda idiotez.
Pero cuando el bravucón Petro —antes Marceliano— seguramente recordando sus tiempos mafiosos en el M-19 al servicio de Pablo Escobar, por unos momentos enarboló la bandera del populismo bolivariano contra el presidente Trump, hay que reconocer que el hombre tuvo sus minutos de gloria. Aunque muy pocos, la verdad.
Porque no hizo falta más que Trump anunciara la congelación de cuentas en bancos americanos a políticos colombianos, suspensión de visas para viajar a EE.UU y la imposición de aranceles a las importaciones, para que el «machito» Petro, se bajase los pantalones, perdón, espolones, y de gallo altivo y retador, se convirtiese en gallinácea sumisa, cobardica y asustadiza.
Y para contentar al otro, se arrodilló al punto de, incluso, poner sus propios aviones militares para que fueran estos los que recogieran a los deportados.
Vamos, que al final, encima, será el propio Petro quien pague el transporte y así la jugada le saldrá totalmente gratis y redonda al magnate del norte.
Pues vaya jugada de gloria y honor para el colombiano.
Pero ahora, cambiando de continente, aquí tuvimos algo parecido.
El Petro nuestro, es decir, Pedro, «el de Paiporta» y «el que está bien», recibió un buen repaso parlamentario hace unos días con la cosa esa del decreto «Ómnibus» donde, aprobando cosas razonables, colaba de rondón y por lo bajini —una nueva trampa de las suyas— unos cuantos asuntos de su interés exclusivo y, en su mayor parte, tributos que paga —sacándolo del bolsillo de todos los españoles— a sus socios, a cambio de que lo mantengan chupando del bote, del falcon y de la Moncloa.
Los maseteros debieron tensionarse desmesuradamente porque, en un arranque de ira propia del personaje, de inmediato anunció que el tal decreto no se fragmentaría y, o se aprobaba tal como estaba o habría rehenes, perdón, perjudicados.
Lo de fragmentar era simplemente separar la carne por un lado, pescado por otro, fruta por otro y palacetes al PNV, por otro.
Y, además y como es habitual, de inmediato comenzó la cantinela de que era la oposición la culpable del desaguisado y la que maltrataba a los pobres pensionistas y a los sufridos valencianos con la DANA.
¡Hay que tener poca vergüenza y mucho cuajo para politiquear y mentir tan descaradamente con esos temas!
De nuevo el gallo levantaba la cabeza, mostraba sus espolones y se preparaba para la pelea.
Al unísono, todo su coro comenzó a lanzar mensajes de culpabilidad contra el Partido Popular —de JUNTS no decían nada, aún cuando los votos tenían la misma intención —, a criminalizarlos y a reafirmar, incluso se dijo formalmente en una Ejecutiva del PSOE, que el tal Ómnibus no se tocaba.
Pero no hizo falta más que el gallo de Waterloo —ese si es gallo de verdad— dijera lo que tenía que decir, para que de inmediato el de los maseteros se aflojara, se viniera abajo, se derrumbara y, como desecho de tienta, donde dijo digo, dijo Diego y cantó por soleares. Y la cosa se troceó, aunque no por ello el «coloso de Paiporta» volvió a dejar de repetir aquello de la derecha y ultraderecha que desprecia a los pensionistas.
Conclusión personal: que ni el gallo Petro ni el gallo Pedro, honran la dignidad y altivez de los verdaderos gallos de pelea. Me recuerdan a otro gallo, el portugués.
¡Si hombre…!, ese que cambia de color y condición según soplen los vientos. ¡Pues igual!