La mirada del centinela

Filandón

Reunirse alrededor de una lumbre para contar historias es una hermosa costumbre. Ya son pocas las reuniones en las que unas cuantas personas narran de viva voz un cuento, una tradición que se mantiene en la provincia de León, algunas zonas de Asturias y del oriente de Galicia.  

Ayer, en la magnificencia de un edificio emblemático como es la sede del Real Casino de Madrid, tuve el honor de escuchar a un excelente narrador de historias, Adolfo Ares, leonés de pro. Adolfo, a la sazón editor de este periódico, es un hombre culto con un donaire natural que embelesa a todo el que le escucha. Su gracejo a la hora de contar ameniza las tertulias que, como en la de ayer, recorren las lindes de la literatura y su ligazón con la vida cotidiana de cada individuo. Adolfo, con su decir llano y jocoso, relata hechos  entreverados de fantasía y provoca hilaridad en sus oyentes.  

En la época que nos toca vivir, casi nadie cuenta historias en una reunión. Todo lo más, se comenta algún detalle de la red social de turno, mientras no se pierde ripio de lo que sucede en las pequeñas pantallas que tiranizan nuestras vidas. No hay hoguera donde calentarse, ni labor manual con la que dar pie al origen de un cuento. Solo hay adicciones a un aparato que canibaliza la fraternidad y vomita soledades. Llegará un día en que nadie eche de menos la sana costumbre de contar cuentos al calor de unas llamas, nadie evocará el  hogar de una casa donde la mejor leña arde en los corazones de los congregados, nadie traerá a la memoria colectiva del pueblo aquellas leyendas de antaño, donde las realidades se confunden con mágicos sucesos que estremecen los oídos.  

En esas veladas los contadores descifraban el mundo. Hoy, en el vórtice tecnológico de las aplicaciones y las redes mal llamadas sociales, todo pasa y nada pasa. Las pantallas nos seducen como esas cobras que danzan ante ti segundos antes de insuflarte su veneno. El moderno filandón se ha convertido en una rueca que hila las imágenes que proyecta un teléfono. Son reuniones frías, sin hogar que caliente las noches de invierno, sin cuentos que asombren y alimenten la imaginación de los reunidos, sin literatura. Por eso, debemos reivindicar la expresión oral, como ayer lo hiciera Adolfo Ares, poeta, pintor, artista del lenguaje, en el salón Torito del Real Casino de Madrid, ágora del pensamiento y la palabra.  

El saber popular pervive, en buena medida, gracias a esas reuniones de vecinos en las noches de invierno. Generación tras generación, esos cuentos, leyendas, romances, canciones… viajaron en la noche de los tiempos, como aves nocturnas que anidaran en la memoria del pueblo. Es un patrimonio inmaterial que estamos obligados a preservar. De lo contrario, su recuerdo será solo una más de esas leyendas que alguien contaba mientras el fuego del hogar avivaba los sueños.