25 años fabricando local, pensando global
Han pasado 25 años desde que Neil Gershenfeld lanzó el curso “How to Make (Almost) Anything” en el MIT. De aquella aula donde unos pocos estudiantes experimentaban con herramientas inusuales, surgió una idea que hoy se extiende por más de 3.000 laboratorios en todo el planeta: los Fab Labs.
Un Fab Lab no es una fábrica. Ni una empresa. Es un lugar donde cualquier persona puede aprender a diseñar, prototipar y fabricar casi cualquier cosa. En un mismo espacio se combinan los conocimientos compartidos, las máquinas de fabricación y un deseo de crear objetos para mejorar la comunidad local. Y que, por encima de todo, rompe con la lógica dominante de la producción globalizada.
Estamos en un punto de nuestra historia en la que se habla de reindustrialización, soberanía tecnológica y dependencia de otros países con políticas cambiantes…y es ahora cuando el modelo Fab Lab se presenta como una alternativa real.
Desde hace años, miles de personas en todo el mundo fabrican localmente objetos, piezas, herramientas y soluciones adaptadas a sus necesidades, sin esperar a que lleguen desde una fábrica lejana ni depender de intereses corporativos. No es ciencia ficción: es producción distribuida en acción.
La gran diferencia es que, en un Fab Lab, el conocimiento se comparte. Se documentan los proyectos, se publican los diseños, se replican soluciones. Lo que uno fabrica en León puede servirle a alguien en Nairobi o en Medellín.
La innovación no se protege: se propaga.
No se patenta: se mejora en comunidad.
No se oculta: se comparte.
Hoy, cuando celebramos el cuarto de siglo desde que comenzó esta aventura, el reto es seguir ampliando esa red. Un Fab Lab no debería verse como un taller con impresoras 3D, sino como una escuela ciudadana de tecnología aplicada. Un lugar donde se aprende haciendo, se enseña compartiendo y se crea con sentido. Aprendizaje de por vida para fabricar (casi) cualquier cosa.
Y en tiempos donde resurgen discursos de aranceles, de tensiones geopolíticas o de cadenas logísticas quebradas, quizás la respuesta no sea competir por fabricar más, sino por fabricar mejor. Y más cerca. Con materiales locales, conocimientos locales y personas conectadas entre sí.
Frente a la promesa frustrada de una globalización que nos hizo dependientes, los Fab Labs nos recuerdan algo esencial: podemos volver a saber cómo están hechas las cosas. Y podemos volver a hacerlas. No por nostalgia artesanal, sino por convicción tecnológica y cultural.
Porque fabricar también es un acto político. Y cada vez que alguien en un Fab Lab en León, en París o en Kamakura enciende una cortadora láser para reparar una pieza, diseñar una herramienta o crear un nuevo proyecto, está escribiendo otra historia de la fabricación. Una donde el valor no está solo en el producto, sino en el proceso. Y, sobre todo, en las personas.