España versus Japón, por ejemplo
En los tiempos gloriosos de la caballería andante, cuando Amadís de Gaula, Galaor, Agrajes y demás esforzados paladines que se “dejaban ir al más correr de sus caballos” y se “ferían de las lanzas en los escudos”, el espíritu vivificador de España podía asimilarse, en cierto modo, al del Bushido japonés, en que el honor y la lealtad se consideraban valores supremos. Incluso Don Quijote, acuciado por el deseo irrefrenable de arreglar el mundo, no dudó, como sabemos, en espolear a su escuálido Rocinante en pos de aventuras que le permitieran desfacer entuertos. Había entonces una mística española, también, de primera categoría, que, representada por Juan de la Cruz y Teresa de Jesús, dejaría su huella indeleble en los libros de historia y de la literatura del alma; una serenidad que casaba a la perfección con la idiosincrasia castellana, respetuosa del compromiso y de la palabra dada. En aquella época los malandrines estaban controlados o, al menos, se intentaba. Muchas ciudades proclamaban orgullosas lemas que han llegado hasta nosotros, como “Ávila de los leales, del Rey, de los caballeros”, “Oviedo benemérita, invicta, heroica, buena, muy noble y muy leal” o “Logroño ciudad muy noble y muy leal”.
Según el “Bushido. El alma de Japón”, obra de Inazo Nitobe escrita en 1899, en plena Era Meiji, la honradez alcanzaba el más alto grado en el catálogo de las virtudes. Para su autor, “el origen de la moral nipona (que sustituye o equivale a la religión) es militar, y el samurái, el guerrero al servicio de un señor, es el modelo máximo de esa moral”. Así, las promesas se hacían oralmente, sin documento escrito que las respaldara, la palabra del samurái era garantía suficiente de la veracidad de una afirmación. La sinceridad era el principio y fin de todas las cosas, en consecuencia, la mentira y el equívoco se consideraban viles. Por ello, cuando alguno de estos servidores incumplía el mandato del honor era condenado, si no tomaba él mismo antes la decisión de quitarse de en medio, a cometer seppuku, es decir, a hacerse el harakiri completo, en el que rápidamente un ayudante le cortaba la cabeza de un tajo. Nitobe relata un caso real, espeluznante, en su libro: “Yo, y solo yo, di injustamente la orden de hacer fuego contra los extranjeros en Kobe, y otra vez cuando trataban de huir. Por este crimen me abro el vientre”.
En los tiempos líquidos de ahora, sin embargo, la realidad es bien distinta. Aunque, si se escarba en un japonés, se hallará un samurái aún hoy en día. Si se rasca, en cambio, a un español...bueno, aquí ganaron los pícaros. Ya no es obligatorio hacerse el harakiri, pero es que en nuestro país nadie asume la más mínima responsabilidad. Ay, si Don Quijote volviera a las andadas.