Cuando el Estado devora a quien lo alimenta
En España, emprender es casi un acto de rebeldía. Ser autónomo o montar una empresa es enfrentarse cada día a un sistema que, lejos de reconocer al que arriesga y crea, lo asfixia con normativas, impuestos y sospechas constantes. Mientras tanto, los que gobiernan —los verdaderos gestores del sistema— legislan sin consecuencias personales, blindados frente al caos que muchas de sus decisiones provocan. El desequilibrio es tan obsceno como peligroso.
El sistema fiscal español no está diseñado para acompañar ni para estimular la iniciativa privada. Su lógica no es la del incentivo, sino la de la sospecha. Las leyes tributarias son complejas, sujetas a interpretaciones cambiantes, y en muchos casos aplicadas con un espíritu más recaudatorio que justo. Hacienda actúa como juez y parte, imponiendo sanciones, bloqueando cuentas o reclamando pagos que muchas veces dependen de matices jurídicos. Y si el contribuyente quiere defenderse, que lo haga con tiempo, dinero y suerte. Porque el proceso es largo, costoso y con escasas garantías. En muchos casos, incluso aunque acabe ganando, el daño ya está hecho: cuentas embargadas, actividad paralizada, reputación dañada.
Un ejemplo claro lo encontramos en el caso de muchos profesionales y pymes que han sido sancionados por deducciones perfectamente legítimas, pero reinterpretadas a posteriori por la Agencia Tributaria. Como ocurrió con miles de autónomos que usaron su vivienda como despacho y que, años después, vieron cómo Hacienda les reclamaba el IVA deducido con intereses y sanciones. O con los pequeños hosteleros a quienes se les aplican técnicas de estimación indirecta —auténticas “adivinaciones fiscales”— cuando no cuadran los márgenes, sin considerar si los ingresos bajaron por causas ajenas o si el modelo de negocio ha cambiado.
Autónomos y empresarios —los mismos que sostienen el empleo, la inversión y gran parte de los ingresos del Estado— no tienen un defensor real dentro del sistema. Según los últimos datos del Ministerio de Hacienda, el 80% de la recaudación fiscal proviene de trabajadores y pequeñas empresas, mientras que las grandes multinacionales, gracias a estructuras optimizadas, pagan proporcionalmente mucho menos. En paralelo, los autónomos españoles afrontan una de las cuotas más altas de Europa: en países como Reino Unido o Alemania, si no facturas, no pagas. En España, incluso sin ingresos, toca pagar.
Y mientras tanto, los políticos legislan con impunidad. Si una norma improvisada genera inseguridad jurídica o paraliza un sector, no pasa nada. Nadie responde. Cuando se congelan presupuestos, se paralizan licitaciones o se aprueban leyes mal redactadas, la factura no la pagan ellos: la paga el contribuyente. Nadie embarga la cuenta de un ministro por aprobar una ley fiscal caótica. Ningún director general responde con su sueldo si un reglamento provoca la ruina de miles de autónomos.
Esta asimetría no es solo injusta. Es suicida. Porque cuando los que generan riqueza, empleo y futuro se sienten perseguidos o abandonados, dejan de intentarlo. Algunos lo intentan fuera. Según el INE, más de 10.000 autónomos al año se dan de baja definitiva en los últimos cinco años, muchos por el peso impositivo y la falta de estabilidad. Otros se repliegan, reducen plantilla, bajan persianas. Y muchos desaparecen. Así se frena el motor del país. La recaudación baja. La economía se estanca. Y el Estado, en su ceguera recaudatoria, termina cavando su propia tumba.
España necesita con urgencia una reforma estructural que ponga en valor la figura del que arriesga. Una fiscalidad más simple, más proporcional y más estable. Un marco legal donde el contribuyente no sea tratado como un sospechoso en potencia. Y una cultura política que vincule el poder a la responsabilidad real. Porque mientras el autónomo responde con su patrimonio, su salud mental y su futuro, los que toman decisiones desde sus despachos no arriesgan nada. Y así no se puede construir un país próspero, ni justo, ni duradero.