Cien veces Franco
Fui antifranquista, milité en partidos antifranquistas, luché en diversas organizaciones antifranquistas, firme no sé cuántas veces contra los procesos a líderes obreros, pinté en paredes y muros lo de «Viva el 1 de mayo» y «Viva la clase trabajadora», a brochazos llené muros de mi ciudad con lo de «amnistía y libertad», lancé piedras y corrí infinidad de veces delante de los grises apoyando las luchas obreras bajo las siglas de CCOO, me condolí con los asesinatos de trabajadores huelguistas en Vitoria, me cortó la respiración lo de los abogados de Atocha, formé parte de una célula del PCE y tuve una responsabilidad en la misma, me reuní muchas veces en la trastienda de bares y en cocinas de casas de pueblos con los camaradas aprovechando una clandestinidad suavizada, me bebía el Mundo Obrero con fruición, temí a los guerrilleros de Cristo Rey, de Blas Piñar, por los desmanes que provocaban quemando librerías y atentando contra jóvenes estudiantes en alguna universidad o las zonas viejas de las ciudades y vandalicé a brochazos carteles de la Falange, rótulos de calles franquistas o placas de «Caídos por Dios y por España».
Ya algo más tarde, organicé a trabajadores públicos, sin decirles abiertamente que aquella asamblea o colectivo de auxiliares era en realidad una derivada del sindicato CCOO, con el objetivo de dar caña al sistema y a la dictadura. Con una cierta confusión critiqué a Suárez, pues mientras su pasado falangista nos lo presentaba como un camisa vieja, por otra parte era un tipo que estaba hablando claro y cumpliendo —y era rotundo con aquello de «puedo prometer y prometo»—. Medio clandestinamente me reuní con Manolo Azcárate, miembro del Comité Central, para organizar un gran acto de presentación del partido en mi ciudad. Por primera vez en público y en el paraninfo de la universidad canté La Internacional y levanté el puño sin miedos, complejos y diciendo «aquí estamos para derribar la dictadura y al franquismo». Escuché una y mil veces la cinta del concierto de Paco Ibañéz en el Olympia de París del año 1969 y recité, con lágrimas en los ojos y abrazado a una camarada, «Palabras para Julia» de José Agustín Goytisolo. Vi cómo los viejos falangistas se replegaban y escondían sus camisas azules y condecoraciones por miedo a lo que estaba por llegar irremisiblemente. Celebré sorprendido cómo las rancias cortes franquistas, aquellas del tercio familiar, sindical, etc., se autodisolvían en un gesto que, por generoso, aún hoy cuesta entender pero se hace necesario reconocer. Con fervor salí a la calle aquel abril de 1977 para celebrar la legalización de las Comisiones Obreras. Me envalentoné gritando «sí, sí, sí, Dolores a Madrid». Levitaba con los conciertos de Raimon —aún sin saber catalán— tarareando aquello de «al vent, la cara al vent, el cor al vent, les mans al vent». Emocionado pegué carteles de Dolores Ibarruri preparando su regresó a España para las primeras elecciones al Parlamento en junio de 1977 —¡las primeras después del franquismo!— y hasta formé parte de la vigilancia personal de Pasionaria en su mitin en el Palacio de los Deportes. Me convertí, algo más tarde, en un ariete contra los sindicatos amarillos que a la desesperada intentaban frenar la eclosión marxista en la misma administración —recuerdo la nota del sindicato «facha» criticando unas octavillas que deje caer por los puestos de trabajo y en la que decía textualmente «ayer circuló por la casa una nota subversiva cuya titularidad sólo puede obedecer a una mano negra, seguramente masónica» —y sí, efectivamente, aquella mano era mi mano— . Y hasta llegué a «despistar» de los despachos del director y jefes de departamento, en un alarde de irresponsable temeridad, el testamento póstumo de Franco —«Españoles, al llegar para mí la hora de rendir la vida ante el Altísimo…»—, sin que sorprendentemente ninguno de ellos hiciera el más mínimo reclamo a pesar de saber —como lo de la mano negra—, quién había sido el ejecutor de aquella especie de «saneamiento democrático». Hoy, tantos años después, aún conservo los ocho o nueve cuadritos expropiados democráticamente como recuerdo de aquella pillería de juventud, cargada, eso sí, de temeridad, valentía e ilusiones revolucionarias.
Esto, y mucho más que se podría contar, fue algo de lo que este escribano, joven entonces, y otros como él, hacían para intentar acabar con un franquismo oprobioso.
Por cierto, allí, entonces, sólo vi gente del partido comunista y su sindicato hermano, comisiones obreras. Ni un socialista, ni ugetista, ni un anarquista, ni nada que se le pareciera.
Por eso, hoy, cuando los socialistas actuales y sus precursores —que surgieron al calor de la socialdemocracia alemana, dinero de la Fundación Friedrich Ebert y el auspicio de la CIA—, ya muerto el dictador hace cincuenta años, vienen a empecinarse en una batalla que no dirimieron cuando debieron y pudieron, uno no puede dejar de pensar que, así como poco y por lo suave, son unos cobardicas. Me recuerdan aquello de «¡sujétame, que lo mato!»
Los que no lucharon entonces, ni sufrieron el proceso 1001 como Camacho, Sartorius, Saborido, Ariza, Juanín Muñiz o el cura Paco García Salve, en que fueron condenados a 162 años de cárcel por defender la democracia y los derechos de los trabajadores ni sufrieron detenciones o cárcel, vienen ahora, envalentonados, a festejar y celebrar la muerte de Franco —por cierto, en la cama, hace medio siglo— y erigirse en paladines de no sé qué causa, cuando en realidad y a poco que se conozca la historia debería servir para publicitar su cobardía y absoluta inacción en lo que pudo suponer el final de aquella etapa que entonces tildábamos de negra, pero hoy matizaría como de «claroscuros». Brillante la frase de Tamames cuando al eslogan socialista «Psoe, cien años de honradez» les espetó aquello de: «y cuarenta de vacaciones». ¡Irrefutable!
Con todo y gracias al empuje y el sacrificio de muchos líderes obreros —repito, comunistas del PCE y de CCOO— y de unos sensatos dirigentes de algunos partidos políticos, se produjo una pacífica transición de un régimen autoritario a otro democratico y que aportó progreso, desarrollo y una paz como España no había conocido en toda su historia. Y al calor de los nuevos aires de democracia y libertad, los españoles, como bien refleja el cuadro de Genovés, se abrazaron, aprendieron a mirarse a los ojos sin ver bandos ni frentes, y supieron olvidar.
Lamentablemente, aquel espíritu de concordia que tan magistralmente refleja «El abrazo» ha sido enterrado hoy por diversos colectivos minoritarios, falsamente de izquierdas, nutrido de niños pijos de familias bien, que practican el izquierdismo como pasatiempo progre, pero bajo la inspiración, tutela e intereses de un personaje nefando para la historia de España: Pedro Sánchez.
¿Cómo entender si no eso de los 100 actos en el año 2025 para celebrar el óbito de un difunto que murió en 1975 y ha sido enterrado ya dos veces?
Pues, servidor, desde una vida cargada de lucha antifranquista, me atribuyo la autoridad moral suficiente para calificar al personaje Sánchez de desvergonzado, populista, falaz, enfangador, cínico, manipulador, malvado y peligroso. Pues alguien que es capaz de enfrentar a españoles, enterrando y desenterrando cuantas veces haga falta a Franco, por la mera obtención de un rédito político personal, merece desaparecer de inmediato de cualquier puesto de responsabilidad y pasar a engrosar el álbum de los personajes más nefandos, réprobos, dañinos y abyectos que España haya tenido a lo largo de su historia.
Por todo esto, desde aquí me voy a permitir regalar a este infausto presidente el sano consejo de un antifranquista irredento: Pedro Sánchez, dimita usted, lárguese con viento fresco de España —Marruecos sería un buen destino— acompañado, como hombre profundamente enamorado, de su señora y tómese el resto de su vida, no sólo cinco días, para reflexionar sobre «si aquello mereció la pena», pues ya estará viendo que aquí ni salir a la calle puede.
Y como epitafio político escribiré, eso sí, con serenidad democrática, acreditada militancia antifranquista e indubitado antifascismo: ¡que le vaya bonito!