Benin
Antes de dejar Cotonú, subí a un mototaxi y, entre el barro y la lluvia, visité Ganvié, una ciudad lacustre habitada por pescadores que viven en palafitos de madera sobre el lago Nokoué, a unos quince kilómetros de distancia. Tuve que pagar por una piragua motorizada para adentrarme en el poblado, ya que el acceso por tierra era imposible. A medida que avanzábamos, me cruzaba con pescadores que lanzaban redes circulares, mientras personas en canoas llenas de mercancías iban y venían vendiendo productos como pescado, verduras y frutas. Vivían a su propio ritmo, ocupados en sus quehaceres diarios. Las mujeres llevaban grandes sombreros de paja en la cabeza y velas hechas con retazos de tela en sus piraguas para protegerse del sol y propulsar la embarcación con el viento. Todo esto ocurría en un laberinto de hojas, algas y empalizadas. Las casas, construidas sobre pilotes de madera con techos de paja y chapas, parecían flotar milagrosamente. Algunas estaban medio derruidas, inclinadas sobre el agua que inundaba su interior, llenas de desechos y plantas, pero aún se mantenían en pie.
El barquero me llevó a un palafito en el que se ofrecía un alojamiento decadente con habitaciones para aquellos que quisieran pasar la noche. Había tanta humedad que incluso al caminar por los pasillos me dolían los huesos. En una de las salas se vendían objetos y obras de arte africano hechas a mano, que adornaban las paredes. Había máscaras de madera talladas y fetiches protectores que representaban sus creencias y la cultura de su pueblo. Sin comprar nada, regresé a la barca. Todo era colorido: los vestidos de las mujeres, los pañuelos en sus cabezas, la ropa colgada de ramas o barandas cerca de las chozas, los remos de las piraguas. No era de extrañar que construyeran guaridas para los peces usando ramas de los manglares, donde los animales acuáticos se refugiaban y se alimentaban, y luego tiraban las redes alrededor, creando una especie de piscifactoría. El sol golpeaba fuerte por la tarde y la afluencia de personas aumentaba, lo que hacía que el calor pegajoso se volviera aún más agobiante en ese laberinto de canales. A medida que pasaba el tiempo, más gente se cruzaban en sus barcas, entre aquellos que llegaban y salían con mercancías cargadas en bidones de plástico, y otros que vendían en el mismo patio del palafito flotante o por las ventanas de las casas, donde colgaban calderos, pescado ahumado y frito. Los niños saltaban al lago para bañarse y cuando pasábamos en la piragua frente a ellos, se reían a carcajadas, entre las raíces desnudas de los jacintos de agua que crecían a lo largo de la superficie de los estanques plagados de mosquitos.
Poco a poco, fui comprendiendo su forma de vida, que no se trataba de unas pocas horas de visita turística. En las orillas se acumulaban toneladas de basura flotante, no había agua potable ni electricidad, ni un sistema de saneamiento adecuado. Era importante recordar que uno se encontraba en África. Una vez en tierra firme, me subí a otro mototaxi y regresé a mi hospedaje en Cotonú.
Partí al día siguiente hacia la ciudad costera de Quidah, en un viejo coche medio destartalado junto con otras cuatro personas. A pesar de que solo nos separaban unos cuarenta kilómetros, tardamos tres horas en hacer ese trayecto, debido a que la mitad de la carretera estaba en obras y la otra parte se desviaba entre poblados con lodazales muy difíciles de transitar. Llovía sin parar y era casi imposible atravesar esos caminos de tierra llenos de fango. Había cantidad de coches y camiones atrapados: algunos sin ruedas, otros sin motor, algunos completamente desvalijados. Se habían quedado allí expuestos al hurto y abandonados para siempre en el camino a Quidah. Nuestro conductor era un experto piloto que hacía el trayecto todos los días: no aceleraba mucho, ladeaba el coche sobre el lodo y cuando parecía que no teníamos fuerza o ninguna posibilidad de salir y nos hundíamos en el barro, él, lleno de fe, besaba el talismán que colgaba de su cuello y, cuando menos lo esperábamos, resurgíamos del barrizal. Conseguimos pasar todos los tramos y llegar a Quidah, ciudad conocida por ser antiguamente el centro de tráfico de esclavos en África y la cuna del vudú. En cada esquina, me ofrecían figurillas de madera que supuestamente me protegerían de los espíritus, y fácilmente encontraba personas que se ofrecían a llevarme a presenciar una ceremonia vudú.
Decidí seguir hacia el pueblo donde encontré en su arteria central el templo de las pitones, Dan, el dios serpiente; reptiles sagrados, venerados como portadoras de prosperidad y buena suerte. A la entrada se encontraba un sacerdote sentado en una vieja silla custodiando el santuario. Aunque estuve un momento frente a él, no entré a la sala de los ofidios porque los detesto y tampoco quería rendirles culto. Enfrente se encontraba la basílica menor de la Inmaculada de Quidah, cuya arquitectura resaltaba en medio de la pobreza. Y ahí estaba yo, en medio de las insondables creencias africanas y la Iglesia, símbolo en este caso de imposición colonial. Esto me hizo reflexionar sobre la visión cristiana del amor divino del Mesías sobre las almas o espíritus que guían el mundo de los vivos en los pueblos primitivos, que más que acrecentar una buena continuación de su cultura, la ensangrentaron. Eran ritos extraños que yo no podía comprender, y resultaba difícil adaptarme a todo aquello. Allí me sentía más cerca del corazón de África, acercándome a la magia de un continente tan reservado y oculto como rígido y de gran dureza. Atrapado en el tiempo, caminaba por las calles funestas de tierra, viendo a los niños harapientos apoyados frente a las puertas de sus casas de adobe, saludándome con la mano y a la vez pidiendo comida. Esos rostros inocentes permanecían de pie inmóviles, fijando su mirada en mí. Todos me observaban y sentía como si les debiera algo a cada uno. Entonces me invadió una agobiante sensación de vacío. No se trataba de espíritus, antepasados ni primitivos ritos. Pensé que, si esa gente no podía vivir dignamente, era imposible que pudieran construir su propia historia y llegar a ser ellos mismos.
De ahí me dirigí en mototaxi a la playa en la región de Grand-Popo, que se encontraba a unos pocos kilómetros, por la misma ruta que emprendían los esclavos antes de ser subidos a los barcos. Al lado del camino iban apareciendo múltiples divinidades esculpidas con formas de animales o de hombres, algunas de ellas rotas, sin cabezas ni brazos. Al final de aquel trayecto, sobre la arena, una puerta descolorida e inmutable representaba el tránsito sin retorno de los esclavos que fueron embarcados en navíos negreros hacia América. Pensaba en lo cruel que debe ser negar a una persona su condición humana. En aquel punto, apesadumbrado, lánguido, miraba el simbólico monumento sintiendo rabia e impotencia, pues fue allí mismo, entre los siglos XVI y XIX, donde se estableció el comercio trasatlántico de esclavos. Entonces vi clara la relación entre América y África, dos continentes separados geográficamente, pero unidos culturalmente. Tan lejos y tan cerca uno del otro. Fueron los esclavos africanos quienes llevaron a América su manera de entender el mundo, dándole nueva vida al mezclarse con otras tradiciones o al conservar lo propio adaptándolo a un nuevo contexto.
Estando en aquel punto neurálgico de angustia y tormento, podía entender que, en parte, también debido a la diáspora, una parte de África fructificó en América y luego en el mundo entero. Es innegable el dolor, pero más allá de todo están los frutos que son innumerables, dando lugar así, con su mestizaje, a nuevas culturas. Lo hicieron proporcionando sus alimentos y plantas, con su música y el baile, con toda su energía y resistencia.
Conseguí una habitación en un deteriorado hotel cerca de la playa y allí pasé unos días. La espuma que llegaba a la orilla se agitaba en la arena de color dorado. El mar sereno me invitaba a contemplarlo, y fue entonces cuando comencé a caminar mientras soplaba el viento y se encorvaban las palmeras de cocoteros. Era inevitable pensar en el sufrimiento de los esclavos y sentir que incluso muchos de ellos ni siquiera llegaron a tierra firme, pues murieron en los navíos o fueron arrojados al mar. El mar me hablaba de todo ese dolor a través de su belleza, y aunque sentía las dimensiones de la pena, me dejaba invadir por la pausada y tranquila constancia de las olas.
De repente, vi unas niñas que jugaban en la orilla de la playa, atentas al vaivén del agua, distraídas y alegres por cada mínima cosa que veían. Eran sonrientes, con sus trencitas y moños en el cabello, y sus vestidos de colores. Era un espectáculo maravilloso a través del cual comprendía que no hay nada más puro en la vida que la inocencia de unos niños, que se impone invencible incluso ante la desgracia.
De Grand-Popo regresé a Quidah y de allí partí hacia Abomey. Fue solo un día de estancia en la capital del antiguo reino de Dahomey. Estando allí, visité el complejo palaciego construido por el pueblo Fon a mediados del siglo XVII. Era un recinto amurallado de arcilla de tierra rojiza con varios edificios de un solo piso y tejado de chapa, donde se podía apreciar en sus paredes pinturas decorativas. Destacaba a mis ojos una sala donde se encontraban los tronos de los doce reyes de cada uno de los reinados, que se sucedieron hasta el año 1900, convirtiendo a Dahomey en un rico imperio debido al tráfico de esclavos, financiado con la venta de prisioneros de otros pueblos enemigos a los comerciantes europeos, permitiendo así el libre comercio a través de la costa. Aquellos bajorrelieves daban testimonio de aquella época. En sus paredes y columnas se podía ver simbología vudú y representaciones de animales de la naturaleza, como el búfalo que simboliza al rey Ghezo, Glelé el león, Béhanzin el tiburón, así como los diferentes reinados de la dinastía. Por todas aquellas inscripciones que hablaban del mundo de los muertos y los vivos, era importante que yo guardara respeto a la vida espiritual que me rodeaba.